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En un viaje de trabajo hubo que elegir un punto al azar del mapa de Zamora para dormir y seguir la ruta al día siguiente. Sería más o menos por estas fechas, hacía frío y anochecía rápido. En un folleto pre internet figuraba un sitio ... como centro de turismo rural en el Poblado de Castro, junto a uno de los saltos construidos en los años cuarenta para generar electricidad. Nos abrió un hombre y nos mostró lo básico. Era un edificio de muros gruesos de piedra de cantería, estilo albergue montañés, no diferente de los que hay en Guadarrama o en Gredos. Un salón con chimenea, butacas castellanas, mesas robustas. Habitaciones espartanas con paredes encaladas, acaso una silla y una mesita de estudio. Un frío gélido. «No se preocupen, están solos, pueden meter todos los radiadores de aceite que quieran», eso dijo. En la cocina, enorme y vacía, como si estuviera a punto de recibir a un grupo de Scouts, solo tenían leche y un saco de cola-cao. Fuimos al único pueblo cercano, a ver si había algo abierto. Ningún bar, solo un ultramarinos de esos que vendían de todo, desde un salchichón a unos pendientes o un saco de canto rodado, tanto da. «Si quieren algo más, ya casi en Miranda do Douro, ahí va todo el mundo».
A la vuelta al albergue un grupo grande había ocupado el salón. Todos vestían ropa deportiva, o más bien parecía que vivían dentro de ella. Eran el tipo de gente que, cuando tú te compraste el primer forro polar, su abuelo ya los había llevado varias veces a los Alpes. Habrán conocido a algunos así, personas con objetivos peculiares, perseverantes, concienzudos, cordiales y a la vez totalmente despreocupados del resto del mundo, aristócratas de lo suyo. Ellos se dedicaban al piragüismo, eso comentaron, y ese lugar, en el vientre del Duero, tenía todo el sentido para acogerlos. En realidad, los únicos intrusos éramos nosotros.
Muchas veces he pensado en ese enclave extraño, un poblado en pendiente creado a mayor gloria del salto del Duero más pegado al territorio portugués. Casas, bar, escuela, puesto de la Guardia Civil y hasta una iglesia, levantados primero para acoger a los trabajadores que construyeron el embalse, y después a los que se ocuparon de su mantenimiento hasta que a finales de los ochenta se instalaron controles remotos. En 2002 ya era todo historia, aunque las construcciones permanecían con bastante dignidad. Quedaban un par de vecinos, y además el albergue estaba abierto, en unos años en los que había ayudas para rehabilitar y abrir centros de turismo rural, algunos sin un enfoque claro.
En los últimos años el Salto de Castro ha asomado periódicamente su esqueleto en las redes sociales. Aficionados al abandono, son legión, comparten fotos de la nave de la iglesia, con las dovelas cubiertas por grafitis y el suelo reventado y salpicado de cenizas de fogatas. Hay una imagen de lo que fue el salón, solo reconocible por el agujero del hogar de la chimenea. El enclave ha pasado por varias manos, sin que se moviera una piedra. Al menos hasta ahora. Hace unos días, saltó la noticia de que un empresario americano ha pagado 300.000 euros por el poblado. No es muy caro para ser un pueblo entero, mucho menos que lo que cuesta un piso en Madrid. Y muchísimo menos si se compara con un ranchito en California, de donde proviene Jason Lee Beckwith, que tiene nombre de batería de heavy –y en las fotos lo parece–, al que deseo toda la suerte posible. Porque la hazaña no es comprar un pueblo, hay algunos más a la venta en esta tierra nuestra. Tampoco es lo peor restaurarlo. Lo titánico es que permanezca abierto, al menos un tiempo prudencial. Lo justo para cumplir su etapa.
Porque nada es permanente en el Salto de Castro, ni en ninguna parte. Hasta 1946 era solo un punto perdido en el Aliste. Los primeros obreros arrastraron allí a sus familias, hasta que se acabó el hormigón y se fueron con todo puesto hasta Aldeadávila de la Ribera, que entonces se levantaba. Y luego a Madrid, o donde surgiera un empleo. Los que quedaron manejando la presa también marcharon, años después. Y hasta se fueron un día los piragüistas. Ahora es el sueño de Jason, que ve posibilidades infinitas en un lugar que concibió un ingeniero para doblegar la geografía.
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