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Las tardes de los domingos, cuando ni siquiera abre el bar de la esquina, el autoservicio de lavandería tiene su oportunidad. En el barrio funcionan ... unos cuantos, en manzanas cercanas. Por la mañana hay poco movimiento: una señora que arrastra un bolsón con una manta que no le cabe en la lavadora de casa, algún vecino con el colchón del perro, para la máquina reservada para ello. Es a la hora de la siesta y al anochecer cuando se concentra la actividad. En las películas americanas las parejas se conocen mirando el tambor de sus respectivas lavadoras, una oportunidad para coincidir en un mundo solitario. Los americanos sabían de lavadoras comunes y de soledad mucho antes que nosotros. «Otra ciudad, otro empleo, ¿quién sabe? Soy responsable de mis actos», decía C.C. Baxter al dejar su apartamento.
Si buscas en el mapa, las lavanderías se concentran en la zona noreste de la ciudad, en los barrios populares y obreros, como se decía antes. La externalización de la colada se hace necesaria si vives en una habitación, o si no puedes asumir la compra de una lavadora. 400 euros pueden ser demasiado, y por menos de diez consigues el lavado y secado de la ropa que necesitas para esta semana. Porque si tienes un hogar más o menos estable seguro que, tras la cama, el frigo y la mesa, cuentas con una lavadora. Eso pienso cuando veo a una pareja joven, sentada en silencio a que termine de dar vueltas su ropa, absortos en las pantallas de sus móviles.
Todos ponemos lavadoras continuamente, aunque de eso no suela informar el periódico. La limpieza se presupone y lo que es noticia es la suciedad, por lo que en general nos cuidamos de mantenerla a raya. Siempre fue así, solo que antes para lavar la ropa sucia había que cargar con el cesto hasta el río y extender los pololos a la vista de todos para que los blanqueara el sol. En tiempos de mis abuelos era un piropo decir a la vecina que era una señora «muy limpia». Cuando faltaba el agua y el jabón de sosa ardía en las manos, lucir limpio era una tarea titánica, y hasta una actitud ante la vida. Antes la gente tenía dos camisas y un par de pantalones, y ahora vamos poco más o menos que en chándal, aunque tengamos catorce y sean de marca. Probablemente nunca estuvimos más limpios que hoy, y más aún durante la pandemia: no nos movíamos de casa, pero como no sabíamos dónde estaba el bicho compramos tantas lavadoras que dicen que después bajaron varios años las ventas, de tan nuevas que las teníamos. En las casas en las que se criaban familias numerosas ahora con suerte hay dos o tres personas, y cada vez en más viviendas una sola. La lavadora se pone menos y podría ser un servicio compartido, pero para eso hay que ser americano y no sentir escalofríos al echar los pijamas en el tambor donde antes estuvieron los calcetines del vecino. Contrasta el pudor con que tratamos nuestra ropa o, en la misma línea, nuestra basura, y la brutalidad de las palabras que nos hemos acostumbrado a escuchar, incluso de boca de señores perfectamente trajeados y que seguro que huelen fenomenal.
Los trapos sucios se lavan en casa, decía el refrán. Ahora, hasta se tienden en casa, ya no se ventilan. Solo en las barriadas resisten algunas cuerdas con coladas a la vista. En las viviendas modernas ya no existen ni en los patios interiores, ni tampoco hay espacio en las azoteas. Si falta la secadora, quién no tiene un tendedero extensible, de esos en los que la ropa está húmeda tres días y que hay que esconder cuando vienen las visitas.
Tender la ropa está en extinción, y pronto habrá visitas para ver algún alambre que resiste en las casas de los pueblos. Recibiendo el viento y el sol, la colada se seca en un periquete y con un olor que no puede igualar ningún suavizante. Qué lujo, ya imposible.
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