Zona quemada en las proximidades de Mantinos, en Palencia. El Norte
Vidas breves

Monte de todos, fuego de nadie

«Hace falta dinero, si se hace en serio. Y eso significa elegir dónde se gastan los recursos, que son limitados. No hay chisteras con palomas en el dinero público»

Lunes, 25 de agosto 2025, 07:17

Más de una vez mi padre miraba a la falda de la Mujer Muerta y comentaba: «esa ladera la pusimos nosotros». «Nosotros» era la gente ... con la que había trabajado en Icona, en esos años en los que se forestaron miles de hectáreas. Como en otros muchos lugares de la meseta, en Segovia predominaron los pinos, porque tenían buen aprovechamiento, y además agarraban en las tierras más pobres. Durante muchos años sobre su mesa de trabajo estaban las hojas de registro, que rellenaba con un lápiz bien afilado con las indicaciones que le daban los ingenieros: Villacastín, x pinos; Gomezserracín, x pinos… Los plantones concedidos se repartían desde el vivero a los municipios, donde los recogían cuadrillas formadas por hombres en busca de jornal, a los que solo se les pedía fuerza y un azadón. En esos años se creó una nueva superficie verde, casi un monocultivo, que necesitaba clareos para que no compitieran unos ejemplares con otros. Ya jubilado, no perdió esa mirada crítica sobre los árboles: unos porque estaban apiñados, otros porque se ponían en tierras escuálidas. Siempre la misma frase: «como arda ahí, arde todo».

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De niño, desde el Alcázar, había visto cómo nacían y morían los incendios en la sierra. Tras varios días humeando, un día ya dejaba de arder: llovía, o ya no había nada más que quemar, porque el fuego había hecho su trabajo. Por entonces nadie estaba ahí para apagarlo. Si las llamas hubieran sido como las de estos días, que se comen miles de hectáreas en pocas horas, nada las hubiera frenado.

Aquella generación llamaba campo a todo lo que no era habitado, lo no construido. Campo era prácticamente todo: lo agrario, lo arbolado, los matorrales, los arroyos. Creo que la primera vez que pensé en la idea de «naturaleza» como algo diferente, ajeno a lo que crece más allá de nuestro estrecho dominio, fue justo por Icona, que la llevaba en sus siglas, y por aquel conejito vestido de guarda que nos decía que «cuando el monte se quema, algo tuyo se quema». Un lema inédito, ¿mío el monte? ¿acaso no era del conde, como en aquel chiste de El Perich? El mensaje agarró tanto que hoy muchos ni se plantean que todos los montes son de alguien, sea privado o público. Lo que es común, a nadie le preocupa que esté en condiciones: si el monte parece de todos, el fuego no es de nadie.

En estas semanas intensas se ha hablado de incendios, pero poco de árboles, que no los puso Dios el quinto día, sino nosotros mismos. Siento dolor y a la vez escepticismo ante los mensajes que escucho. Unos pasan de puntillas por los incendiarios para poner el foco sobre las deficiencias en la prevención, que claro que existen; otros solo hablan de los que chiscan el mechero para tratar de negar que cualquier matorral hoy es yesca en la tierra caliente, y que las noches abrasan cada vez más al norte. Si alguien apunta a un único culpable o presume de tener una solución fácil miente, o ignora.

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Podemos añorar los tiempos en los que las familias rebuscaban en los montes ramas secas, o cuando los rebaños despejaban cordeles, acompañados por pastores y zagales. Los mitos del pasado no ayudan, la vida de ayer no la quiere vivir nadie. Pero el fuego es real, y ojalá supiera cómo el territorio tiene que sentir nuestra migración y abandono lo menos posible. Como si estuviéramos allí también en invierno, con nuevos medios y una tutela suficiente en la que tiene que participar la población local. Hace falta dinero, si se hace en serio. Y eso significa elegir dónde se gastan los recursos, que son limitados. No hay chisteras con palomas en el dinero público.

Estos días escuchaba a personas que lloraban la pérdida de los hogares que habían construido sus padres y abuelos. Buena parte de esas voces se alejará en septiembre y volverá el silencio, esta vez rodeado de negrura, a la zona quemada. Es extraño que este año de pocas fiestas en los pueblos afectados el sentimiento de pertenencia sea más intenso que nunca. Muchos están conmovidos por su propia capacidad de defender sus casas, de apartar material combustible, de colaborar en la recuperación, de perimetrar el espacio seguro que necesitan sus vecinos. No es algo nuevo, sino exactamente lo mismo que hacían sus antepasados: colaborar. En vez de limitarse a ser víctimas, en vez de seguir en la abulia de echar culpas y no hacer nada, ser responsables de su destino.

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