El bonito como síntoma
«Danos hoy el pan de cada día», «eso decimos en el padrenuestro, para poder ir tirando mientras esperamos la vida eterna»
Leo en El Diario Montañés que la costera del bonito se ha adelantado. Antes, las redes se echaban a mediados de mes, hacia la festividad ... del Carmen, pero en los últimos tiempos hay tarea desde finales de junio, y este año todavía más. La noticia precisa, en un lenguaje críptico para los mesetarios: «el cardumen se acantona en masa frente a las costas». Los atunes prácticamente vienen a vernos al litoral, muy cerca de los que huimos del horno del páramo para recibir al menos unas horas la brisa húmeda del mar. Nosotros tenemos cosechas y ellos costeras, en la llanura puntean eras y alpacas, y en la costa el cardumen. En las embarcaciones los marineros cargan los bonitos en tinas, que esta campaña van repletas: comentan que algún día se les acabó el hielo para conservar el cargamento.
En la fotografía del periódico aparecen dos pescadores negros, uno de ellos con el gorro rastafari con los colores de Senegal, una tierra en la que ya no pueden ganarse el jornal por la sobreexplotación de sus bancos pesqueros, y ahora ocupan en nuestros barcos el lugar que no quiere nadie. Los marineros trabajan a destajo para aprovechar la pedrea de esta campaña de bonito porque si empezó pronto, también acabará antes. Hacia finales de agosto, los túnidos seguirán su camino a aguas más cálidas, aunque ahora hasta la fauna tiene que tomar decisiones sobre la marcha, como la de arribar en el Cantábrico un mes antes de tiempo. Las aguas frías cada vez son menos frías, y todo esto debería preocuparnos, y también a ellos, que comen del mar; pero bastante tienen los pescadores con cobrar una paga para atender a sus familias, si las tienen aquí, o para mandar el máximo posible a su país, instalado en la miseria. Ellos temen más al hambre que al cambio climático y al mar embravecido, mucho más. «Navegar es necesario, vivir no lo es», esa era la orden de Pompeyo a sus marineros.
Nosotros no nos enrolamos en un pesquero -apenas serviríamos para remendar las redes-, pero también parecemos superados por el día a día, por el único acontecimiento que nos importa, vivir. «Danos hoy el pan de cada día», eso decimos en el padrenuestro, para poder ir tirando mientras esperamos la vida eterna. Sabemos que lo justo y necesario por ahora no llega, ni a Senegal ni a Palestina, ni a tantos sitios, así que oramos por el pan justo para pasar el día. A un par de horas de Valladolid no hace falta ya que Greta pronostique el malestar del planeta, porque hasta los atunes blancos lo conocen. Cambian de costumbres, y con ellos los turnos de pesca desde el cabo Machichaco hasta San Vicente de la Barquera. Esto es la realidad, y en el mar el furor político se difumina: puede ser un teatrillo o una pesadilla patética. Caerán gobiernos y se instalarán otros, y el bonito seguirá entregado a su única tarea, abrirse paso.
La información que parece de relleno contiene la trivialidad de nuestra vida, monda y lironda: hace calor. La limpiadora con la que me cruzo por las mañanas, embutida en su uniforme tieso, arrastra el escobón persiguiendo la sombra. Los repartidores, cada vez más jóvenes, llegan sudorosos desde primera hora. En la sala de lectura de la biblioteca un señor se queda dormido en una butaca, con el periódico sobre el regazo. A primera hora de la tarde, en pleno bochorno, grupos de hombres juegan la partida en las mesas del centro comercial. Los matrimonios pasean lentamente por los pasillos del supermercado, apoyados en el carro de la compra. En las casas, los patios condensan la lucha desigual de zumbidos de aparatos de aire acondicionado contra las ventanas abiertas, que mendigan un frescor inexistente. Por las calles, solo el tendido de sombra es medio habitable, y la plaza mayor es directamente el infierno.
En los días largos de frío y rutina, cuántas veces añoras que un baño de sol consuele tus huesos. Y cuando por fin llega la estación, el lujo es que el cielo esté cubierto, aunque pintee la lluvia. Es como si en nuestra cabeza siguiera instalado un verano de postal playera, y nuestro deseo hubiera mudado por su cuenta a un fiordo, porque el Caribe es ya tu barrio. El mundo es uno, hoy más que nunca. No sabemos lo que queremos, dicen los viejos, pero la tierra y los cuerpos sí que lo saben. Quizás eso es estar vivo, esperar vientos propicios, y mientras seguir fondeando, si se puede.
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