La baraja de los oficios
A muchos niños ahora les es difícil explicar en el colegio en qué trabajan sus madres o padres: 'en algo con un ordenador, creo'
Estos días se puede visitar en el meritorio museo Rodera Robles de Segovia una nueva exposición, la séptima ya, del enorme archivo de Manuel Riosalido, ... un gran fotógrafo que dejó testimonio de la historia de la ciudad desde los años cuarenta hasta principios de los sesenta. Los segovianos acudimos en procesión a ver estas imágenes, y repasamos lo que fuimos para tratar de entender lo que somos, con la duda de si hay todavía alguna conexión posible entre la nostalgia y el presente. El pasado ya no está aquí y a nosotros no nos duele igual que el ahora, así que es difícil juzgarlo, es fácil dejarse llevar por la añoranza de unos tiempos que de fáciles tuvieron muy poco. Las fotos de Riosalido muestran un mundo en blanco y negro, un mundo ordenado, sin fisuras, más sencillo. En el mundo de antes, como en el juego de las 7 familias, aquella baraja de cartas con la que jugábamos de niños, el panadero era el hijo del panadero, el fumista del fumista, y el sastre del sastre. Las chicas jóvenes salían arregladas el sábado con la ilusión de pescar un cadete, y las casadas consultaban el manual de cocina de Ana María Herrera, y luego cosían un rato. Entre medias de estos momentos sufrirían lo suyo, pero eso no se percibe en las fotografías.
Por entonces era frecuente entrar de aprendiz o botones y jubilarse cincuenta años después en la misma empresa, en un puesto un poco mejor. De los que no podían seguir la rueda se decía que no tenían 'ni oficio, ni beneficio'. Y aún había una tercera categoría: los que iban 'dando tumbos', esto es, los veletas que cambiaban de taller o de empresa. Para nuestros padres eso era sospechoso, pero ahora es casi inevitable tener que reiniciar varias veces en tu vida laboral. Antes, lo primero que se hacía al entrar en un piso era fijar en la puerta una plaquita bien atornillada con 'Familia Mengánez Perengánez', o 'Felicísimo Pérez, perito de caminos', porque, salvo catástrofe, de ahí no te movía ni dios. Daba tiempo para hacer y amortizar una cajita de tarjetas de visita, para informar al respetable de tu nombre, dirección y teléfono y, si fuera el caso, taller o negocio.
Todavía hasta hace pocos años, en cualquier encuentro alguien desenfundaba su tarjeta de visita. Como era pequeñita y estaba bien impresa daba apuro tirarla, así que acababa junto a otras tantas en un cajón. Incluso se popularizaron esos álbumes específicos para guardarlas, una colección de contactos 'por si acaso', que rara vez se reestablecían. Ahora solo las llevan los responsables de banca o de las inmobiliarias, porque la tarjeta es al negocio como el estilo 'old money' a la ropa de los pijos: un intento de aparentar prestigio y solidez.
Los datos que aportaba la tarjeta de visita quedaron sustituidos por una línea al final del correo electrónico, o un contacto compartido por wasap. Apenas importa ya el nombre de la persona, que viene en pequeñito al lado de un logotipo muy grande de la empresa. A los efectos, el señor que te habla al otro lado de la línea puede estar sentado en una silla de la cocina, porque trabaja desde casa. Pero, sobre todo, imprimir tarjetas no tiene sentido cuando las empresas abren, cierran y se transforman a toda velocidad. Puede que a los CEO les encante ir escalando a puestos mejor remunerados, pero los trabajadores de base son frágiles: es comprensible que las oposiciones sean la meta nacional. Al final, en lo público o en lo privado, se trata de poder vivir, ganarse un sueldo y hacer un trabajo útil, y útil es la maestra, el hortelano, el ingeniero, el camionero y la enfermera, y también ese funcionario que supervisa pliegos de contratos públicos para controlar que no nos la cuelen -a todos- doblada.
A muchos niños ahora les es difícil explicar en el colegio en qué trabajan sus madres o padres: 'en algo con un ordenador, creo'. Eran más sencillos de comprender los tiempos de antes, cuando, como en la baraja de cartas, el oficio de los padres era el de los hijos, y las madres se dedicaban a 'sus labores'. Hoy parece que todo está en el aire, como si el mundo se construyera cada día. Pero, pese a todo, quién prefiere el determinismo, quién quiere renunciar a poder elegir su camino, aunque haya que luchar contra las cartas que vengan marcadas.
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