Alquile con moderación
«Hay ciudades concretas, alguna por aquí cerca, en las que se han rebasado todos los límites de la decencia»
Luis Argüello habla pausado y con media sonrisa, pero no sabe no decir nada. Es claro, demasiado claro para lo que viene a ser alguien ... en un cargo, y el suyo es relevante. Aunque parece que le escuchan más los no creyentes que los creyentes, eso sí. Hace una semana se descolgó con un llamamiento a los cristianos que tienen una vivienda y la alquilan, para pedirles que fijen la renta por debajo «de las realidades especulativas». «La solidaridad se puede hacer también con el uso de nuestros bienes», dijo. En estos días en que arden las redes con los funestos asesores de Sánchez, sus declaraciones pronto han quedado sepultadas, apenas solventadas con algún comentario del tipo «que los curas paguen el IBI», petición que tiene su sentido. Pero la propuesta del arzobispo no es comentario menor, y podría ser buena materia para los sermones del domingo. No puede estar más cerca del espíritu del Evangelio, aunque sea menos radical que Jesús, que abogaba no por compartir sino por dar tu única capa. «Tenemos un deber de amor al prójimo, aunque no es algo que se pueda pedir con un reglamento». «Es legítimo haber ahorrado y tener una segunda vivienda como inversión… pero la caridad no es una limosnilla». «El ofrecimiento se limita a la libertad de las personas, pero el Estado del bienestar es insostenible si solo se ve desde la lógica de los derechos». En fin, esas fueron más o menos sus palabras, que pienso que deberían causar la duda, o incluso cierto escozor recomendable, al menos entre los que respetan su criterio y tutela.
Su invitación es inédita. Primero, porque viene a reconocer que vivimos un momento excepcional, para mal, en el tema de la vivienda. Segundo, porque indica que la solución no es fácil, y que depende de más factores de los que a diario se nos ofrecen: incluso, en parte, de nosotros mismos. Es como esa frase que circula por ahí: los abuelos son arrendadores, los nietos arrendatarios. Esa fractura hoy es un hecho. Que se debe construir más, sobre todo vivienda social, vale. Pero eso es lento, no da resultados a corto ni medio plazo, y no tendrá frutos si falta el acuerdo político. Hay ciudades concretas, alguna por aquí cerca, en las que se han rebasado todos los límites de la decencia. Hace días leía en páginas económicas el caso de una empresa cuyo lema era que «cada piso alquilado es un activo financiero». Así están los términos: tu necesidad de vivir en un par de habitaciones con baño es un activo financiero. En este contexto, que la Iglesia, o al menos una parte de ella, como arrendadora de inmuebles, comprenda la gravedad del momento y actúe en consecuencia es muy importante. Más aún si además inspira a seguir ese camino a sus feligreses, como bien puntualiza, desde la libertad.
Hay en las palabras de Argüello una dimensión poco frecuente de la libertad: no se trata de saltarse la ley, sino de intentar ser mejor de lo que obligan las normas. Esto sí es revolucionario, cuando consumimos tanta energía en que una mayoría suficiente cumpla la ley, para ir sosteniendo las averías que provocan los que se la saltan. Los virtuosos y los corruptos, ambos, traspasan la ley: uno la supera, otro la pudre a su favor. Curiosamente, los primeros es más fácil que pasen por estúpidos. Si el que defrauda es un espabilado, se deduce que el que pudiendo cobrar 1400 cobra 700 está atontado.
El punto débil de la invitación de Luis Argüello es la escasa consideración que hoy se tiene de la noción de pecado, sin que hayamos logrado sustituir la culpa de antaño por una ética o moral laica y compartida. Por el contrario, la envidia mueve el consumo y la avaricia se ostenta como nunca. ¿A quién le preocupa si es moralmente bueno o malo vivir de las rentas de quince pisos? Para tratar con los inquilinos, te buscas un intermediario con corbata, y ni siquiera serán para ti prójimos, es decir, personas con rostro, nombre e hijos. Recuerdo una frase de Orgullo y prejuicio, sobre Darcy, que era un rentista como la copa de un pino: «El pobre hombre no puede evitar ser rico». Justo lo mismo que el hombre pobre, que tampoco puede evitar lo contrario.
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