Teresa
Crónica del manicomio ·
«Poco antes de morir, tras sufrir una fractura de cadera, me hizo una petición desoladora. Me pidió que la matara. Pero lo hizo con una fórmula pasmosa: Mátame, ya no necesito vivir. He perdido la sensibilidad propia»Una de las locas en cuya compañía he pasado más tiempo se llamaba Teresa. La recuerdo como una persona asombrosa. La conocí a fondo gracias ... a una de las pocas ventajas que tenía aquella psiquiatría carcelaria del manicomio, la de convivir durante muchas horas con la locura, con gente que había sufrido todo tipo de humillaciones, secuestros, injusticias y, sobre todo, soledades, ciclones de soledades.
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Teresa era un buen ejemplo. La atendí cuando ya llevaba varios años internada y creo que nos atrajimos nada más vernos. El flechazo, aunque pueda extrañar en una sociedad prejuiciosa como la nuestra, también se da entre locos y supuestos cuerdos. Sucede como demostración de que los locos no lo son tanto, ni los cuerdos lo están todo el tiempo.
Me enseñó maternalmente dos cosas que después me fueron muy útiles. Una, a tratar tanto a los que parecen locos como a los que no lo parecen –que es como decir que a todos nosotros–, haciendo el menor número de preguntas posible. Me educó en mantener la conversación de modo natural, sin interrogatorios ni excesiva curiosidad. Cuando veía que mi interés profesional me llevaba demasiado lejos, siempre me echaba el freno con una advertencia inolvidable y cariñosa: «No remuevas la pecina». Era una reclamación de respeto a su intimidad, a un lugar doloroso pero propio que se descomponía con el simple roce de cualquiera.
También me enseñó que los delirios vienen o van según la necesidad. Que se puede convivir con ellos, sin despreciarlos ni aplastarlos con sedantes, igual que nosotros convivimos con nuestras fantasías e ilusiones sin torcer el gesto. Unas veces encontraba con facilidad el argumento y otras lo perdía, especialmente tras algún disgusto que le traía los recuerdos de su ingrato pasado. Una enseñanza que nunca he dejado de recordar y que se resume en tener en cuenta las ideas ajenas, sean cuales fueren, mientras no atenten contra la libertad de los demás.
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Poco antes de morir, tras sufrir una fractura de cadera, me hizo una petición desoladora. Me pidió que la matara. Pero lo hizo con una fórmula pasmosa: «Mátame, ya no necesito vivir. He perdido la sensibilidad propia». No deseaba la muerte por el dolor físico o la inmovilidad, sino porque la enfermedad física le impedía sentir y pensar como estaba acostumbrada. No era por cobardía sino por dignidad.
Y para completar su imagen, contaré que una mañana de verano, yendo juntos en coche, ella a dar un paseo por Rioseco y yo a pasar consulta en el pueblo, me hizo la declaración de amor más hermosa que se pueda escuchar. Recurriendo a mi apócope familiar, me soltó de repente esta confesión nacida de la más honda tristeza: «Coli, debería haber tenido un coli-co de mantecadas, pero lo tengo de hambre de amor».
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Se llamaba Teresa Pinilla y está enterrada en el diminuto cementerio de Pobladura de Sotiedra. Al fondo, a la derecha.
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