Una tarde en el calvólogo
Crónicas de gentes recias ·
Miguel, si sigues en esa sórdida sala de espera y estás leyendo esto, acepta que la vida será más difícil para ti, que eres calvo y feoManolo y yo nos dejamos el pelo en aquellas noches en Sevilla y en Milán. Hace tres años de aquello, y dos desde que terminamos ... nuestros estudios universitarios. Ya no nos preocupa saludarnos o quedar para recordar batallitas que certifican que la relación ya no tiene presente. Ahora solo nos contactamos para informar de nuestra lamentable densidad capilar. Él siempre lució una rubia melena ensortijada y yo, pese a que he pasado por mohicanos y rapados cuando era gilipollas, solía llevar un degradado con un leve tupé. El gel gana centímetros al champú. Parecemos rodillas andantes que nada tienen que ver con aquellos muchachotes que conquistaron noches que nunca han muerto.
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Paseamos envidiando las calotas de los que podrían ser nuestros abuelos. Hemos asumido que no tendremos entradas con largo y blanco cabello en la nuca como los calvos ricos del Mediterráneo, ni seremos calvos guapos como Edward Norton en American History X. Seremos calvos, calvos anodinos, calvos continentales que trabajan en un depósito de libros o calvos que en la intimidad de su piso de alquiler despiertan temprano para ver la Fórmula 1. Hacemos esfuerzos, pero todos son en vano. Nos quedan aún varios años para llegar a la treintena y ya somos ese tipo de amigo que no cuadra en una discoteca. Estamos para votar al PSOE y madrugar un domingo para lavar el Renault a plazos. Nuestras ex novias no rabiarán al ver los ejemplares que han perdido. Y, encima, pelados parecemos crías de Agaporni.
La tarde del lunes fue horrible. Desde que me levanté sabía que nada iría bien. El cielo estaba gris en el que fue el primerito día de verano, en un espantoso mes de junio que no remonta. Iba como un corderito esquilado a que un chino me dijese que estaba irremediablemente calvo. Tardé meses en concertar una cita con aquel dermatólogo conspicuo. Un contestador automático con la voz de una china me saltaba cada vez que al salir alarmado de la ducha buscaba el teléfono de mi posible salvador. La imagen que tenía en mi mente era la del chino de Resacón en Las Vegas, Leslie Chow. Su imagen con el mono capuchino al hombro y las gafas de sol diciendo '¡Mariconasss!' no podía salir de mi cabeza mientras me dirigía a su consulta. En la sala esperaba Miguel, con el que el chino de nombre nacionalizado no podría hacer más que quitarle el derecho de sufragio por ser calvo y triste.
Entré en el despacho del calvólogo. Mr. Chow desapareció de mi mente y le sustituyó el Dr. Kawashima, de los juegos de Brain Training. ¡Era el Doctor Kawashima! Al calvólogo le crecía el pelo en el bregma, como a Iker Jiménez, y entonces pensé en cuál era el colmo de los colmos de un calvólogo y no pude evitar sonreír. Mientras apuntaba mis datos a pluma le descubrí un acento andaluz, como de chino que ha veraneado durante décadas en Conil y decidió establecer definitivamente su salón de acupuntura y reiki en Cádiz. Tras certificar que mi familia estaba «bien sanota» (léase con acento de chino andaluz) y que mi incipiente calvicie no es producto de enfermedades distintas a mi devoción por la santa testosterona perdida, me sentó en un taburete frente a una ventana. Me pulsó la cabeza y exclamó: «¡sírculo blanco!». Me examinó la espalda y el pecho. Se dirigió a su asiento y comenzó a decir compulsivamente: «seborreico». Qué palabra tan fea, seborreico. Como de columna de Sostres.
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Comenzó a dibujar 'nueves' en un folio y a recitarme de carrerilla las causas de mis capilares vergüenzas, haciendo círculos en esos 'nueves' que resultaron ser mis folículos. Primero era genético y luego no. Que lo ideal era que me comenzase a salir en esos bocados que tengo por entradas «pelusilla de melocotón» (reía, el chino). Que tenía dermatitis, como todos sus tristes calvos. En aquel momento me vi a mí mismo, como Dios espiándome desde las alturas, en esa silla de aquella fría consulta con los techos sin bajar del Doctor Kawashima y fui consciente, entonces, de que la adultez o el adultismo – otra enfermedad que empiezo a adolecer – no me ha soplado en la nuca sino que me ha estornudado y llenado de mocos.
Pulsaba compulsivamente la misma tecla, y yo, que soy comercial y he de dar valor a mis emolumentos ante mis clientes, sabía que me estaba estafando como a un chino. Sacó por arte de magia una receta interminable que llevaba mi nombre, como el de los centenares de almas cándidas que sucumbieron al atractivo solucionador del calvólogo bazarista o bazariano. Cuando me disponía a huir a mi casa a llorar sin lágrimas me espetó, conmigo ya en la puerta, un socarrón: «¡Abona!». Ni siquiera pude pagar a una amabilísima recepcionista, no. Tuve que pagar a mi verdugo, descubriendo billetes entre cupones que debieron de tocar a otro.
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La existencia es más cruel para los que nacimos contra la expectativa. Somos hombres lentos, aunque tratemos de ponerle remedio. Nacimos sentenciados para trabajar en un depósito de libros, para vender a comisión hediondos bajos con humedades, para votar a partidos de centro o para ser asesinos en serie. Ser hombre lento y no matarse en el intento es muy difícil. Miguel, si sigues en esa sórdida sala de espera y estás leyendo esto, acepta que la vida será más difícil para ti, que eres calvo y feo. Yo ya perdí noventa talegos para que en veinte minutos me llamasen calvo. Ahórratelos, tú que puedes, y lleva a tu señora a cenar a un sitio bonito. Ella ha aceptado su fracaso y a ti ya solo te queda vivir como buenamente puedas.
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