El otro día, en las Noticias de Fin de Semana de Antena 3, un veinteañero reconocía no haber escuchado en su vida la palabra angosto. ... Por lógica, entenderá que su estrechez léxica no le permitiera explicar su significado. Le preguntaron entonces por sibilino y, con el mismo desparpajo, reconoció que sonarle, le sonaba, pero que no caía en a qué podía referirse. Una pena, porque en nuestra clase política no puede haber más personajes oscuros y misteriosos. Pero tampoco es que la actualidad les interese demasiado, vaya.
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La cuestión es que los jóvenes, de tan bilingües, han terminado por dejar de ser castellano hablantes con su jerga cargada de anglicismos. No les importa el peligro de extinción que eso supone para numerosas palabras de nuestra lengua. Pero, claro, si sólo los muy cabezotas nos empeñamos en mantener la tilde, aun a riesgo de quedarnos solos, qué podemos esperar. Si es que a veces pareciera que la RAE, en lugar de a favor, pareciera remar en contra.
Floripondio, lechuguino, sílfide, pusilánime ¡e incluso fetén! han caído en desuso. Y mientras en el Diccionario de la lengua española entran por la puerta grande perreo, espóiler o no binario, salen por la de atrás cencerrada, güisqui y pardiez. Mecachis, y ¡¿qué le va a sacar ahora Cheli al personal cuando estén en un guateque?!
En el último siglo, se han eliminado casi tres mil palabras de nuestro repertorio. Nos quedan más de 93.000, aunque en realidad no hacemos uso más que de diez mil. Luego hay otras que, de repente, reaparecen con nuevos bríos. Amnistía, por ejemplo. Ya sea política, judicial o fiscal, pero lamentablemente envilecida por los del trinque, que no sé si se oye poco o mucho, pero de lo que no hay duda es de que sigue en uso.
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