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A poco que nos fijemos, las personas se dividen entre las que se sientan del lado de la epístola y las que lo hacen en ... el costado del evangelio. Unos son epistolarios y otros evangélicos. A primera vista parece una subdivisión menor o meramente litúrgica, pero encierra muchas sorpresas e incluso guarda más de un secreto.
Cualquiera puede clasificar a la gente mediante este procedimiento. Veamos un ejemplo. Si ese conocido que te saluda y detiene, te cuenta al detalle lo que ha hecho esos días, incluido el intrascendente episodio en el que se enfrentó a su jefe, «sin morderse la lengua ni un poco», y sigue en eso tono anecdótico un largo rato, sin inmutarse ni aguardar tu respuesta ni atender al tiempo del relato, ese individuo, sin duda, se sienta del lado de la epístola. Es un narrador, un cuenta cuentos, un escribidor de la vida. No es peligroso pero puede ser un pelma. Es de fiar, aunque tiende a ser indiscreto. Le vence el ansia de contar.
Ahora bien, si el que se detiene en la acera, te mira a los ojos tras el protocolario saludo, escruta tu cara y te adelanta que está en contra de lo que publican los periódicos y considera, al mismo tiempo, que ya no quedan políticos de raza sobre la piel de toro de nuestra patria, o, al revés, ensalza sin matices el gobierno progresista que nos encandila o amenaza, ese seguramente se sienta a la izquierda de la iglesia según se mira al presbiterio. Es un ciudadano –o ciudadana, diríamos ahora con precisión contemporánea– con fe, con verdad, con ideología, con una doctrina que quiere compartir o que usa para machacar al que le lleve la contraria.
De un lado, por lo tanto, están los que relatan su vida y sus circunstancias; del otro, los que proclaman y defienden su verdad. Hay quien avanza haciendo camino y atesora, sin más, las pequeñas verdades que encuentra a su paso. Y hay quien emprende la marcha con ideas firmes y preconcebidas que ninguna experiencia puede echar para atrás. Los primeros viven una inseguridad segura; los segundos, si puede decirse así, una segura inseguridad.
No es irrelevante, para conocer a la gente, saber de qué lado se sienta cada uno en el templo de la vida. La capacidad para cambiar, transformarse o confraternizar con formas muy distintas de vivir, se sienta en un espacio vital determinado, que coincide con el lado epistolar. En cambio, la fuerza de vivir el presente bajo estrictas leyes, respetando el pasado, blindando las costumbres y sosteniendo las virtudes de siempre, se sienta en el lado contrario.
No es mala cosa que cada uno ocupe su lugar. La sociedad no repudia esas diferencias. Lo que la desconcierta son aquellos que, pensando de una manera, lo ocultan ocupando los bancos del otro flanco, o los que sencillamente ignoran cuál es su lateral.
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