Estos son mis principios, y si no le gustan, tengo otros». La frase mal atribuida a Groucho Marx y forjada a través de una leyenda ... urbana, resulta pese a todo un clásico para el entorno político.
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Los principios son los que son, y sirven para lo que sirven. Esto es, para casi nada. No hay partidos con principios inalterables porque la política de hoy obliga a que los cimientos siempre sean moldeables, como la plastilina.
Hay principios irrenunciables perfectamente renunciables. Y así, con todo. Los tiempos de la 'gran política', esos en los que las mayorías resultaban inalterables, se han evaporado, y ahora dejan una imperfecta conjunción de intereses que por momentos escama al electorado.
Que nadie se engañe, no hay principios, o al menos no los hay tal y como eran conocidos en el marco de la 'vieja política'. Y en ese entorno tan complejo, tan líquido que diría Bauman, se mueven los partidos ante un electorado entre sumiso y perplejo.
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Perfecto ejemplo de la nueva política es el escenario derivado del 13-F, que deja sobre la mesa un conjunto de cartas difícilmente combinables pero sí muy interpretables.
El PP, el nuevo PP, necesita a Vox. Sí, lo necesita. Es una necesidad aritmética salpicada de causalidades políticas. De ahí su discurso trompicado y hasta incoherente, algo típico cuando se quiere crear un argumentario real sobre una base inexistente. Los números obligan y el resto de cuestiones pasan (o pasarán) a un segundo plano.
En el breve espacio que separa los resultados electorales de la primera reunión con el resto de formaciones políticas con representación, Alfonso Fernández Mañueco ha llegado a advertir que nunca negociará con formaciones políticas que quieran «privilegios» de unas provincias sobre otras o que, en su extremo, estén dispuestos a «romper» la comunidad.
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Sin embargo, nada ha dicho de una incompatibilidad cierta sobre Vox, singularmente el partido que no solo quiere romper la comunidad sino que quiere que desaparezca en su totalidad y que, en el camino, ya ha advertido la necesidad de derogar normas autonómicas vinculadas a la violencia de género y la memoria histórica.
Advertir esa realidad de forma inalterable solo es posible si, efectivamente, se moldean los cimientos como la plastilina y sí, como es reconocible, existe un terror político a una nueva convocatoria electoral que podría llevar al PP a un escenario altamente comprometido.
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El PP necesita a Vox, y no al revés. Y de esa necesidad saldrán los movimientos de las próximas semanas. Mañueco lo sabe con la misma certeza que Abascal y, antes o después, se sentarán en la misma mesa.
La 'obligación' de un acuerdo entre ambos solo se ve hoy comprometida por la lectura nacional, que condiciona al propio Pablo Casado. El mismo Casado que empujó a Mañueco a una convocatoria electoral apresurada y seguramente muy poco estudiada y que ahora ve cómo la palanca que debería acercarle a La Moncloa ahora se ha convertido en un palo en las ruedas de su bicicleta.
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Cada paso para acercarse a Vox será un paso para alejarse de la presidencia del Gobierno, y en esa ecuación Mañueco es ahora un elemento nuclear.
Así las cosas el problema no es solo de calado político, sino estético. De ahí el empeño del ganador en la cita electoral por construir un discurso creíble, que vista de inocente y favorable acuerdo algo que en realidad es un sapo político verde y sudoroso. Muy verde, por cierto.
Y comerse ese sapo es una opción (necesidad) que exige un refinado ejercicio de contorsionismo.
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