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El pasado finde, unas siete mil personas se manifestaron en Valladolid en defensa de la sanidad pública. Parecen muchas, pero aplicando un cálculo proporcional a ... la población de las nueve provincias, en realidad acudieron cuatro gatos y los sindicatos. Hablé con una señora de la zona de Tábara que portaba una pancarta de la asociación La Culebra no se calla, que reivindica ayudas y decencia tras los devastadores incendios que acojonaron a la zona, al margen de los muertos que pagaron el pato por la relajación de las autoridades. La mujer en cuestión, de unos setenta años, pedía médicos, autobuses, infraestructuras y que la Junta pague las ayudas prometidas a los damnificados por esos incendios. Ella solo pedía un poco de esto y otro poco de lo otro; no demandaba el todo, que habría sido lo deseable, dado que hizo un porrón de kilómetros para clamar al cielo.
En verano, la Escuela de Enfermería de Zamora, perteneciente al campus de la Universidad de Salamanca, se asemeja a una lonja de pescado. O quizá a los fichajes futbolísticos. El caso es que a las puertas del centro aparecen ojeadores que nada tienen que ver con el balompié. Su misión no es otra que hacer ofertas que no puedan rechazar a las nuevas tituladas. Provienen de otras comunidades autónomas y se las levantan a la nuestra ofreciéndoles contratos estables, sueldos decentes: un plan de vida; la cara B de lo que puedan rascar esas chicas entusiastas en Castilla y León.
El Sacyl se está desangrando. Las listas de espera son insoportables. En breve se jubilarán un montón de sanitarios. A la gente no le queda otra que aligerar la cartera y abrazar las consultas privadas, nutridas de médicos que también trabajan en la pública, lo que da que pensar. ¿A que todo esto es perverso?
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