Un relato que perdura: los magos de Oriente
«Los mitos -en su forma textual e icónica- poseen una larga vida que, como una corriente subterránea, supera o atraviesa personas, pueblos, lenguas, épocas y culturas»
Los magos, los reyes, los regalos… pasaron. El tiempo de milagros e ilusión se acabó. La verdad de la mentira. La mentira de la verdad. ... Lo irreal de la realidad. Pues hay que tener bastante imaginación para creer que unos señores, más o menos disfrazados de reyes de la baraja, vinieron de Oriente (así, en general), siguiendo a una estrella o cometa para adorar a un niño recién nacido en un pesebre..
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Pero más difícil aún es convencerse de que tales personajes –tan incómodamente vestidos– subieran por las ventanas y balcones de nuestras casas para depositar regalos. Y lo creímos. De alguna manera, lo seguimos creyendo (cuando damos crédito a ciertos políticos confiando en que cumplirán las mágicas soluciones que prometen).
Lo que tampoco impedía que, como niños curiosos que éramos, formulásemos algunas preguntas ante tan prodigioso hecho. Por ejemplo: ¿Cómo resultaba posible que los reyes estuvieran en tantos lugares a la vez? ¿O que, por años y años que pasaran, nunca dieran la impresión de envejecer? ¿Y fueran capaces de distribuir millones de juguetes al tiempo en una sola noche?
Puesto que apenas existía, por aquel entonces, la menor probabilidad de que coincidieran con Santa Claus en unas fechas u otras, ya que éste no constituía sino una imagen publicitaria que salía en las películas americanas; y sólo era un viejales con pinta de turista, excesivamente grueso para escalar o entrar por las chimeneas, de modo que su pretendida actividad nocturna y clandestina parecía un poco sospechosa.
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Los reyes, mientras fuimos niños, no tenían –por tanto– rival. Si bien las dudas acerca de su portentoso quehacer persistían hasta el momento en que se les esperaba. Sin embargo, la respuesta ante los interrogantes que planteábamos desde nuestra infantil ingenuidad es de lo más obvia: ¿Por qué ellos hacían lo que nadie más podría hacer? Porque son magos. No obstante, tan excelsos hechiceros adolecían de carencias y errores imperdonables que, lejos de levantar recelos en nosotros, los volvían más humanos y reales a nuestros ojos.
Se diría, así, que bajo determinadas circunstancias, los reyes leían mal y oían peor, pues se les pedía en ilusionadas cartas una bicicleta y traían un patinete (hoy muy de moda, si es eléctrico, pero antaño no); un caballo de cartón y nos regalaban un minúsculo animalito de goma; una moderna metralleta y nos dejaban una espada de madera…
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Se ha escrito mucho acerca del carácter apócrifo de los relatos sobre los reyes magos, su escasa aparición en los evangelios canónicos y la diversidad de leyendas orales que fueron superponiéndose en torno a dicho tema a partir de los primeros siglos del cristianismo. Mateo únicamente habla de magos –no de reyes– y sin precisar el número; lo cual ha sido entendido –también– como una referencia a astrólogos y no adivinos; a hombres de ciencia interesados por las estrellas y lo que éstas anunciarían.
De otro lado, hay interpretaciones esotéricas que relacionan las narraciones en que los reyes llevan al niño Jesús sus ofrendas con la historia del nacimiento del dios egipcio Horus y los enviados de las cuatro regiones más alejadas de Egipto que le traen los mismos presentes que los magos a aquél: oro, incienso y mirra (con otro objeto de propina, un libro, que parece un regalo muy apropiado para estas fiestas).
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Los mitos–en su forma textual e icónica– poseen una larga vida que, como una corriente subterránea, supera o atraviesa personas, pueblos, lenguas, épocas y culturas; de suerte que no es algo raro –sino casi habitual– que relatos procedentes de un remoto pasado lleguen hasta la actualidad.
Cambian los héroes, los dioses y diosas, las ciudades o países en que la acción ocurre; pero la narrativa mítica permanece. Porque el mito nos sitúa ante inalterables dilemas del ser humano. Y una buena historia, debidamente construida, resulta siempre tan fácil de creer o de ser tenida en cuenta como una real; y de asumirse para el futuro –convertida en costumbre– como si se tratara de un suceso verdadero. Pues serán los que creen en ella desde la infancia quienes se encarguen de hacerla realidad para los niños que vengan después.
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