Las mujeres de la calle Santa Eufemia de Tordesillas
Las vecinas eran una hermandad, siempre listas para prestar un poco de sal para los guisos del día a día, de azúcar para un pastel en las celebraciones y de tila en las penurias
Ha muerto Julita, la última de una generación de mujeres de la calle Santa Eufemia de Tordesillas. Y con ella ha muerto una estirpe, una comunidad, una forma de vida. Si cierro los ojos aún puedo sentir el bullicio que antaño albergó esta calle. Puedo ver a Carmen en zapatillas charlando con mi yaya Pipa (sí, lo puso de moda mucho antes que la Middleton), guiñándome un ojo porque nos habíamos compinchado para que me guardara el regalo de cumpleaños de mi madre y poder así sorprenderla tras haber vaciado mi hucha de barro. Enfrente vivía Juana, toda ella dulzura vestida de negro, siempre con un plato de sopa y una naranja que ofrecerme. Yo me acomodaba en el banzo de su puerta y daba buena cuenta de todo mientras ella me miraba con una amplia sonrisa de satisfacción.
Valentina también se envolvió de negro cuando murió su marido tras una vida entera juntos. La recuerdo saliendo de su casa con los ojos rojos, desorientada. Podía leer en su cara pálida y llena de surcos que no sabía enfrentarse al poco tiempo que la quedaba sin él.
- ¿Qué voy a hacer yo ahora? -murmuraba repetidamente, como si recitara una letanía.

Calle abajo vivían Juanita, Antonia y el señor Quinín. Y el otro extremo aún lo preside la tienda de Sara, frente a la casa de Geña. En verano, cuando tenía la fortuna de conseguir alguna moneda de 100 pesetas, corría hasta allí para comprarme un helado. Un día, mientras apuraba ansiosa uno de chocolate sentada en el alféizar de la ventana de Balbina, me tragué accidentalmente el diente que pendía de un hilo de mi encía. ¡Qué disgusto! Menos mal que el Ratoncito Pérez sabe de estos lances e igualmente dejó bajo mi almohada un libro de mi colección favorita, 'Mi hermana Clara y yo' (tal vez porque soy hija única), de los que leía incansablemente en el 'virique' del patio. Uno de ellos me dio la idea de atarme un cojín en el culete mientras aprendía a patinar. Por supuesto, mi yaya me riñó.
- ¡Los cojines del sofá! -gritó atónita.
El salón era para ella un santuario inviolable enfundado en plástico protector. Sin embargo, la cocina rezumaba vida, voces y olores. Aún puedo verla sentada junto a la mesa camilla, con la mejilla apoyada sobre una mano y tamborileando la madera con la otra, quejándose de un alboroto que en el fondo (quiero pensar) disfrutaba. Ella era la matriarca, la que ponía nombre al apodo de la familia (los pipines), la que cuidó de un montón de mocosos con la ayuda de la abuela Clara mientras mi yayo ganaba unas 'perras' en Alemania.
Los vecinos de la calle Santa Eufemia, especialmente ellas, eran una hermandad, como una bandada de aves que cambian juntas de dirección al unísono. Mujeres que supieron estirar y aprovechar la comida durante la guerra y compartirla entre ellas. Siempre listas para prestar un poco de sal para los guisos del día a día, de azúcar para un pastel en las celebraciones, de tila en las penurias. En esas tristes ocasiones la casa de los yayos se llenaba de mujeres con mandil, todas muy atareadas y hablando a la vez. A veces llorando. Yo salía a la calle para tomar el aire y reflexionaba sobre el sentido de la vida. Como cuando venía el 'señor de la muerte' a cobrar el seguro. La muerte siempre pasa factura. Vacía las calles de los pueblos y llena sus cementerios.
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