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Una mujer observa una fotografía a gran tamaño de Concha Velasco. Rodrigo Jiménez
La platería en llamas

La quinta de Concha Velasco

«Ellas se echaron a la espalda los complejos, los vetos, las barreras y el miedo para que sus conquistas esforzadas les parecieran derechos irrenunciables a sus hijos»

Rafa Vega

Valladolid

Miércoles, 6 de diciembre 2023, 00:13

Desde que nos dejó nuestra ilustre vecina, Concha Velasco, solo veo señoras con el pelo corto y blanquecino; a lo sumo teñido con algún ... audaz y elegante color ceniciento. En su mayoría octogenarias, como ella, parapetadas tras la inmensidad de unas gafas progresivas de pasta nacarada, ligadas a sus cuellos por leves cadenas o por cordones fosforescentes.

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A menudo empujan un enorme carro de la compra dotado con más ruedas y estabilidad que cualquier utilitario barato de los años ochenta; un carro voluminoso de colores vivos pensado para superar fácilmente cuantos bordillos y escalones vayan aflorando a lo largo de su trayecto. También para sortear todos esos obstáculos que las ciudades se empeñan en incorporar, desatentas a las necesidades peatonales que sufre la movilidad reducida.

Por ahí brotan, en busca de algún tropiezo, las macetas bajas junto al acceso de los comercios, las alfombras levantadas, los caballetes vintage apostados con admirable insolencia en medio de las aceras, los mostradores voladizos a la altura del codo, las mamparas invisibles, los cortavientos anclados al suelo, los taburetes inestables, las mesas altas pegadas a la pared, etcétera. Obstáculos que toda la comunidad de perjudicados asume y salva a diario con determinación. También las señoras de pelo corto y carro largo que no dejo de ver desde el domingo pasado por Valladolid. Acaso sea porque Concha Velasco —que fue y estuvo siempre estupenda— ha sido la muestra visible de una quinta excepcional, la de 1939 y aledaños, toda ella nacida entre los compases musicados durante la coda de la guerra, cuando el silencio aparecido al fin tras los gritos, las explosiones y los disparos comenzó a propagarse por España en ondas concéntricas y a crecer como la sombra inmensa de un objeto celeste que se le venía encima. Una sombra que duró casi cuarenta años y que mantuvo a toda la nación bajo una, grande y libre oscuridad. Sobre una España que también enmudeció, ya fuera por la derrota, por el horror, por la vergüenza, por el dolor, por el miedo o por la ausencia de tantas y tantas voces silenciadas.

Acabo de ver a una de esas señoras. Esperaba disciplinada ante un semáforo que luce en rojo para los peatones, aunque no por ello perdía el tiempo. Mientras sostenía el carro de la compra con la mano derecha, su izquierda se agitaba en el bolsillo de su moderno abrigo de invierno verde manzana. Lo hacía apresurada mientras miraba a un lado y a otro de la acera con gesto furtivo. Al fin, su mano asomó y esparció por el suelo, junto a sus pies calzados con unas deportivas de color rosa, un puñado generoso de pan desmigado que congregó de inmediato a media docena de gorriones. Lo hizo a hurtadillas porque sabe que no está permitido echar migas a los pájaros. Pero prohibiciones como esa son una pamplina para la quinta de doña Concha Velasco y todas sus mujeres estupendas. Para aquella generación que no solo se crió con sucedáneos y restricciones, sino que supo convertir el mundo gris que heredaron en este hermoso y repleto de colores que pasean con su carro. Ellas se echaron a la espalda los complejos, los vetos, las barreras y el miedo para que sus conquistas esforzadas les parecieran derechos irrenunciables a sus hijos.

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Y si algo me sugieren sus peinados audaces, sus zapatillas rosas, sus cordones fosforescentes y su rebeldía en beneficio de los gurriatos es que su capacidad de adaptación desde que nacieron le da mil vueltas a tanto timorato incapaz de afrontar la reforma y la actualización de nuestras normas básicas de convivencia. Esas que hoy cumplen 45 años y que han envejecido peor que la quinta de doña Concha.

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