Corazón, cabeza y tripas
A las verdades repetidas que pierden su sentido les ocurre como a esa monja que siempre acaba sonando jamón
Lo hemos escuchado tanto y leído tan a menudo que ya –como el valor de los soldados– ni se discute. Es como una de esas ... verdades envueltas en papel de celofán que preferimos no abrir para evitar una inoportuna decepción; como aquellos paquetes financieros de alta rentabilidad que escondían basura hipotecaria; como las cartas perfumadas y lacradas que son de amor hasta que se abren y derraman una inesperada ruptura.
La verdad sobre el espíritu de las políticas liberales en el mundo occidental es así de indiscutida. Tan hermética y sólida como los dogmas de la Iglesia (o más, si cabe, después de comprobar, con asombro y desde la barrera, el modo en que se tambalea últimamente la preponderancia del Papa Francisco entre algunos sacerdotes que retuercen la naturaleza de sus oraciones hasta hacer de ellas vulgares maleficios).
Pero ese postulado al que me refiero y es tantas veces repetido guarda relación con el espectro moderado de las opciones políticas que se disputan la gobernabilidad. No me refiero a los extremos, claro. Ellos no entran en este negociado. Entre la moderación, se atribuye una gestión aséptica, sujeta a la razón, funcional y utilitarista al liberalismo centrado, mientras se advierte siempre un sesgo ideológico y revanchista a la impronta socialdemócrata del espectro. Es decir: la izquierda moderada anda siempre a vueltas con la ideología, que tiende a enarbolar en cada una de sus decisiones cuando gobierna, mientras el centro liberal de la política insiste en vivir entregado en cuerpo y alma a la gestión. Lo suyo es administrar eficazmente los recursos comunes con raciocinio, metodología empresarial y, por supuesto, sentido común.
Sostiene esta verdad liberal tantas veces repetida y tan poco discutida que no hay en el espectro político un solo activo como el suyo, consagrado a la buena gestión, prácticamente pura, que se pliega a lo estrictamente necesario, al interés general, a la utilidad sin sesgos guiados por algún ideario trasnochado esculpido en mármol. Poca ideología y mucho informe; menos ideología y más sentido práctico.
Acaso esta reiteración sea fruto de un eco lejano que aún reverbera sutilmente entre nosotros, como las ondas gravitacionales del Big Bang, desde aquellos años ocres en que brotaron los primeros pimpollos de la tecnocracia. Pudiera ser así, pero esta verdad que atribuye al liberalismo una habilidad especial por lo pragmático es general. Supera las fronteras de nuestra querida España. Así que, de influir, esos ecos lo harán por la tangente y de refilón.
Lo malo de estas verdades asumidas y reincidentes es que pierden su sentido en cuanto redoblan como los tambores de una procesión. Les ocurre igual que a la monja febrilmente repetida que acaba sonando jamón. Cuando esto sucede, la impronta pragmática del liberalismo también sufre un desajuste severo que acaricia lo ridículo y que se manifiesta en porfías contumaces ante los informes técnicos.
Es imposible creer que no hay sesgo ideológico, incluso revanchismo pueril, en la decisión de fragmentar hasta el desbarajuste la Unidad de Trasplantes de Corazón que desarrolla su encomiable actividad en el Hospital Clínico Universitario de Valladolid. Y lo es porque, una vez más, la decisión se enfrenta a la unanimidad de los expertos que se han manifestado en contra y son ya un clamoroso coro de tragedia griega. Por lo visto, la cabeza liberal, en este caso, ni siquiera ha optado por gobernar con el corazón. Ha delegado en las tripas.
La ideología se filtra siempre, en toda gestión, digan lo que digan desde el mundo liberal. No hay un solo presupuesto que no siga un ideario. Y así debe ser, en realidad, pero con la gallardía y la honestidad de reconocerlo.
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