La nueva imagen de Seminci. Ivan Tomé
La Platería en llamas

El beso imborrable

«La cuestión reside en la impertinencia de desechar una pieza fundamental en el imaginario de la Seminci solo por un culto febril a la renovación»

Rafa Vega

Valladolid

Miércoles, 26 de junio 2024, 07:10

No soy buen jugador de póquer, ni de mus. Soy consciente de ello. Tanto, que jamás se me ha ocurrido participar en una de esas ... timbas rigurosas, ya fuera rodeado de glamour en un casino o de cajas de bebidas en una trastienda, donde al finalizar se canjea el valor de las fichas por moneda de curso legal. Mi relación con los naipes es lúdica y esporádica. Se ciñe a veladas familiares y amistosas que de ciento en viento se lían con un montón de alubias pintas sobre la mesa para llevar la contabilidad de unos cuantos envites inofensivos.

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Debo rebobinar hasta los años ochenta para recordarme jugando al mus con relativa periodicidad en la cantina de la Facultad de Filosofía y Letras o en los bares de la calle de la Librería y aledaños. Partidas breves y atropelladas, de esas que se pierden con un par de órdagos propuestos al tuntún y que importaban a lo sumo un par de claretes o de cortos de cerveza.

Como jugador de mus, puede que fuera capaz de disimular las emociones dispares que me despertaban los naipes ocultos bajo mi mano. A veces, me funcionaba un farol, como a todo el mundo. Pero mi fortuna en las partidas dependía casi por completo del azar. El peso de mis pequeñas victorias reposaba sobre el valor contable de mis cartas y su superioridad ante las de mis adversarios.

Aun así, siempre me maravilló el virtuoso quehacer de los expertos, aquellos serenos y calculadores jugadores que maduraban sus victorias piedra a piedra hasta procurar a sus adversarios una muerte dulce e imprevista; silenciosos y pacientes que a tenor de las circunstancias siempre estaban dispuestos a quedarse en los descartes, desde el primer reparto, con una pareja aparentemente anodina con la que acabarían componiendo unos duples capaces de dejar boquiabierto a cualquier trío de figuras.

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Durante aquellos años ochenta, en El Cachito, por ejemplo, junto a las carpetas de apuntes apiladas en un rincón del bar y las cajetillas de tabaco arrugadas sobre la mesa, podíamos arruinar una partida dándonos mus hasta que no quedara una sola figura relevante en el mazo. Los expertos se ponían de lo nervios con aquella dinámica, pero aquellos que no teníamos ni idea de jugar éramos incapaces de valorar las posibilidades combinatorias que caían en nuestras manos.

Recuerdo aquellos episodios ocurridos hace casi cuarenta años y ya me ronda la imagen de los carteles de Sierra pegados en todos los escaparates de la zona. Aún veo los labios rojos estampados en un fotograma sobre el acrónimo de la Seminci escrito con aquella tipografía Mistral tan omnipresente, por entonces.

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A pesar de que ha habido otras actualizaciones de la imagen del festival, los directores Frugone y Angulo supieron conservar la baza de aquellos labios tan poderosos que cayó en sus manos, el poder evocador e identitario de una imagen capaz de acoger en sus detalles la impronta de un festival que ha circundado el mundo gracias al rumbo que fijó Fernando Lara.

No entraré en el dilema de los gustos y mucho menos en el de la calidad del trabajo realizado por unos profesionales experimentados en el arte del diseño. La cuestión reside en la impertinencia de desechar una pieza fundamental en el imaginario de la Seminci solo por un culto febril a la renovación. No imagino a The New York Times, o a The Washington Post, o a nuestro El Norte de Castilla deshaciéndose de sus insustituibles cabeceras dibujadas en letra gótica decimonónica solo por renovar su imagen.

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Incluso yo, que siempre mantuve trazas de jugador atropellado, no solo sé que los labios de la Seminci son una carta ganadora de la que no debiéramos deshacernos, sino que la intensidad de su carmín jamás se nos va a ir de la memoria.

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