A punto de sonar la campana
Tribuna ·
Ninguno de los cuatro se librará del descrédito. Y si, como parece, ya no puede evitarse, que la historia, o las elecciones de noviembre, pongan a cada uno en su sitioVerano concluido. Distribuyó más o menos por igual olas de calor y tormentas (por igual en número, que no en impacto territorial, como bien han ... sufrido estos días pasados en Levante); deparó, como siempre, alegrías y tristezas; encadenó fiestas y festejos por doquier, y se acabó. Ahí mismo, en unos días, nos espera ya la llegada del otoño, que siempre empezó el 21 de septiembre, aunque esto del cambio climático nos confunde cada vez más y no sabemos bien si seguirá el verano hasta navidades o empezará a helar pasado mañana, o ni lo uno ni lo otro.
Pero a lo que iba, no me vaya a liar con disquisiciones climatológicas para las que carezco del mínimo conocimiento. La cuenta que estaba echando era otra: que justo el día que comienza el otoño, sábado para más señas, sonará la campana que nos avisa de que, ya irremediablemente, el lunes 23 se habrá acabado el plazo para disponer de gobierno y se abrirá un nuevo episodio electoral que lleva a votar otra vez el 10 de noviembre. Todavía podría haber sorpresas de ultimísima hora hasta el momento final, claro. Me temo, sin embargo, que, tal como está el panorama, la campana va a sonar. Y la verdad es que, a estas alturas, uno ya no sabe si es mejor que suene o no. Lo evidente es que la situación de bloqueo en que nos encontramos no debería mantenerse más tiempo. Repetir las elecciones es una desgracia, pero si fuera la única forma de superar el bloqueo, tal vez haya que aplicar la teoría del mal menor. Pues en esas estamos.
Que las posibilidades de resolver la situación venían siendo nulas, o mínimas, se deducía fácilmente de la sucesión de propuestas pintorescas que se han ido sucediendo en este tiempo, claramente dirigidas a servir de argumento ilusamente exculpatorio cuando empiece la cuenta atrás y se ponga en marcha la máquina de atribuir responsabilidades por la falta de acuerdo. Díganme, si no: primero se ha sugerido que medie el Rey para estimular la solución del Gobierno de coalición; luego se ha propuesto una especie de coalición en prácticas, o a prueba, o a tiempo parcial, o sometida a plazo o a condición, o no sé cómo; también se ha planteado una coalición retrospectiva y renovable. Pero ni esa es función del Rey, que ni puede, ni debe, impulsar una opción, ni es serio colocar un Gobierno en provisionalidad desde el mismo momento en que empieza a funcionar, ni es posible parar el tiempo y volverlo atrás. Sustituir los mínimos del rigor por la originalidad o el efectismo termina proyectando una imagen de juego infantil nada conveniente para la credibilidad de las propuestas. Y, por fin, las fintas de estas últimas horas, que parecían más regates ventajistas a destiempo, buscando la sorpresa efectista del ¡aquí te pillo, aquí te mato!, que propuestas sinceras para una negociación seria en tiempo y forma del Gobierno de la nación, nada menos.
Tampoco me ha parecido muy propio, en esta coyuntura, aunque tenga todo el interés desde otro punto de vista político, poner en marcha todo un despliegue de contactos con organizaciones y colectivos sociales para configurar un programa de gobierno con el que ganar adeptos e impactar a terceros; el programa no puede ser otro que el que se ofreció a los ciudadanos y estos votaron en su día, y lo que ahora procedía era negociar y, en su caso, acordar con quienes pueden votar una investidura. Así que la iniciativa evocaba más la preparación renovada de un programa electoral para unas elecciones cercanas y, precisamente por ello, facilitaba la versión de la falta de voluntad negociadora, como posición adoptada de antemano.
De manera que todo, o casi todo, lo que ha ocurrido en esta última fase, desde que el verano empezó a languidecer, parecía estar orientado, por activa o por pasiva, a mejorar posición para esas nuevas elecciones en vez de a evitarlas. Cuando en julio fracasó el primer intento de investidura, se extendió la idea de que, pasado el verano, en septiembre, a medida que el borde del abismo estuviera más próximo, el vértigo haría su trabajo y todo sería más fácil. Pero el tiempo transcurrido parece que solo ha servido para acumular argumentos con que descargar la responsabilidad propia y aumentar la ajena. Y es grave, el asunto es grave: el riesgo de que se instale en la sociedad, y no solo en la política, el síndrome de la provisionalidad es preocupante. Ese estado difuso en que no se toman decisiones, en que todo es inseguro, por incierto e inestable, en que falta previsibilidad para afrontar el futuro y abordar los problemas pendientes, puede tener un efecto muy dañino en todos los ámbitos, incluido el económico, en forma de desafección y de desánimo. Porque, con más o menos matices, llevamos así desde 2015, sin que se haya instalado entre nosotros una cierta cultura del pacto como instrumento necesario, especialmente cuando la pluralidad lo exige; más bien al contrario, lo que parece que se ha fortalecido es la cultura del bloqueo en su peor versión, que es aquella que obstaculiza tanto los acuerdos dentro un bloque como los acuerdos transversales que, creo yo, tan útiles resultarían en esta situación. Y más aún, con la probabilidad de que la repetición electoral, que sin duda provocará cambios por motivos distintos pero concurrentes (menos participación, más voto útil y selectivo), no modifique sustancialmente la situación y volvamos de nuevo a la casilla de salida.
Así que, esperar sin esperanza a que suene la campana. La regla de la lógica parecía decir que, llegados al extremo, la salida estaría más en la línea de lo que venía proponiendo quien tiene más representación en este momento, que es el PSOE; tal vez eso es lo que debió asumir Podemos, aún con las debidas correcciones. Sin olvidar que también los demás tienen su cuota de responsabilidad, por mucho que otros precedentes en sentido inverso les hayan ayudado; me refiero al PP y a Ciudadanos, muy especialmente a Ciudadanos, que tuvo desde el principio la llave de la solución y decidió tirarla al mar alegremente, sin que la cabriola final pueda redimir su culpa. Ninguno de los cuatro se librará del descrédito. Y si, como parece, ya no puede evitarse, que la historia, o las elecciones de noviembre, pongan a cada uno en su sitio.
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