En su incomparable sabiduría y visión de la realidad, la reflexión de nuestros mayores sobre cuanto sucede hoy no deja lugar a duda. Apenas hace ... unos días, en una de las escasas tardes de frescor, aire tibio y nubes en el horizonte durante el intenso verano, un octogenario radiografiaba los últimos datos sobre el coronavirus. «La peste ha vuelto», decía.
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Su expresión refleja el realismo ante una evidencia cada día más notable y el temor frente a la pandemia que ha mutilado con crueldad inhumana a quienes hoy forman parte de la tercera edad, de las generaciones que sentaron las bases del actual estado del bienestar y son los responsables de lo mucho que hoy dispone la sociedad.
El apunte, esa visión de una 'peste maldita' que sacude de abajo hacia arriba a todos los estamentos, deja ver los temores que se encuentran a flor de piel día tras día, hora tras hora, hasta generar un enorme temor.
Siendo de lo más revelador la afirmación, esas cuatro palabras que definen el momento actual visto por quienes más lo han sufrido, no lo es menos la frase que tras una serena pausa se añadía a renglón seguido. «No ha vuelto (la peste), la hemos traído», remataba el contertulio.
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Nadie en su sano juicio, salvo una inconsciente parte de la juventud y una porción de los adultos con la mente por desarrollar, podrá poner en cuestión ese simple, sincero y certero análisis: a la peste le hemos abierto la puerta de par en par. Y con ella, a los rebrotes, los temores y los miedos junto a la ignorancia de los más atrevidos.
Regresa el coronavirus, brota como las flores en primavera avivado por una serie de insensatos que se han tomado la pandemia como si fuera éxtasis en un after hour, un buen grupo de memos inmaduros que juegan con la sociedad y la invitan a participar, sin querer, en una extraña 'ruleta rusa' en la que las balas se multiplican en el tambor del revolver anunciando el fin que nos espera.
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El uso real de las mascarillas sería suficiente para frenar el avance del coronavirus, un efecto que se multiplicaría con otra serie de medidas como la higiene en las manos y la tan remarcada prudencia en la distancia social. Tan poco se pide, es tan recurrente y reiterado el mensaje, que parece incomprensible que existan grupos de tarambanas dispuestos a condenar al prójimo sin más recompensa que evidenciar su ignorancia, su atrevimiento y su desprecio a la salud de sus próximos. Como si la condena (siempre la del vecino) les hiciera gracia y les alegrara la vida.
Somos una sociedad enferma, no por la covid-19, sino por esa carencia de principios morales que debían hacer pensar en el bien común. El problema, quizá, es no haber mostrado la realidad de los hospitales y las residencias, el haber acudido a ese recato público para evitar las imágenes de la agonía en los centros asistenciales, para guardar en un cajón las fotos de los ataúdes apilados a la espera del siguiente en llegar, y para borrar las estampas que mostraban los tubos metidos hasta la tráquea durante esa agonía.
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Y todo, mientras la economía espera como una espada de Damocles comprometiendo el futuro de las empresas, los trabajadores, y el bienestar de una sociedad que no valora lo que ha tenido y ahora parece ignorar lo que está a un paso de perder.
«La peste ha vuelto». Y es cierto. Tan cierto como que los hospitales vuelven a llenar las camas que se habían vaciado y que en los cementerios se vuelve a contratar personal. Bueno, no ha vuelto: «A la peste la hemos traído». Así es. Banda de irresponsables.
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