No sé si porque se haya tardado demasiado tiempo en reaccionar desde que se empezaron a conocer los efectos colaterales de la reforma del Código ... Penal que acompañaba a la Ley de garantía integral de la libertad sexual, más conocida como «ley del sí es sí», o quizá porque las primeras reacciones a la reducción de condenas no apuntaron decididamente a que fuera necesaria una reforma, o tal vez porque estamos en el momento en que estamos, en una proximidad electoral que lleva a interpretarlo todo en esa clave, pero lo cierto es que la forma en que se ha «empantanado» ese asunto en el Gobierno de coalición ha terminado por convertirlo en un elemento determinante con imprevisibles efectos políticos. Un verdadero test de resistencia material.
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Los datos al momento presente son bien significativos: tras unos meses de indecisión respecto a qué hacer a la vista de lo que iba ocurriendo en un número creciente de pronunciamientos judiciales (no se olvide que la Ley está en vigor desde primeros del pasado octubre y que se han producido ya cerca de 500 revisiones de condenas a la baja), la parte mayoritaria del Gobierno, el PSOE, a través de una Proposición de Ley de su Grupo Parlamentario, ha presentado una iniciativa de reforma unilateral, esto es, no convenida con la otra parte de la coalición, que fue precisamente la impulsora de la Ley, haciendo además de ella santo y seña de su aportación programática en un tema tan sensible como el de la libertad sexual, casi su símbolo político principal. Una vez presentada la propuesta de reforma se han sucedido reproches sobre su contenido, escarceos en la estrategia parlamentaria para agendar su debate y, en fin, todo tipo de pronósticos e intuiciones sobre los efectos políticos que puedan producirse.
He tratado de examinar con algo de detalle el aspecto jurídico de la cuestión, y ya les digo que no me ha resultado nada fácil hacerme una idea cabal de los argumentos que se esgrimen en un sentido y en otro, a favor y en contra de la reforma. Aunque también me hago cargo de que el problema ha tomado ya la forma propia del debate político en su expresión más vehemente, y, cuando esto ocurre, pretender aislar los matices jurídicos y valorarlos como tal suele ser motivo de depresión por melancolía.
Vamos a intentarlo, resumidamente, con un breve repaso de antecedentes. El Código Penal de 1995 distinguía como delitos contra la libertad sexual (¡en otro tiempo se llamaron delitos contra la honestidad!), por un lado, las agresiones sexuales, y, por otro, los abusos sexuales; la diferencia estaba en la concurrencia de violencia o intimidación en el primer caso, y no en el segundo, lo que influía notablemente en la cuantía de la pena. La agresión se castigaba de 1 a 4 años de cárcel, pero, si llegaba al acceso carnal, la pena era de 6 a 12 años; luego había otras agravantes diversas (actuar en grupo, prevalerse de superioridad, edad de la víctima, etc.), con pena creciente, y consideración aparte tenían el acoso, la provocación, el exhibicionismo o la prostitución. Ese, a grandes rasgos, ha sido el modelo vigente hasta la nueva Ley de 2022, porque, en medio, hubo una reforma del Código Penal en 2015 que no afectó a su esencia.
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El paso dado por la Ley de 2022 es de sobra conocido: con el fin, sin duda loable, de adecuar la tipología penal y también de salir al paso de la frustración acumulada por algún lamentable episodio (el caso de La Manada hizo su tarea al respecto) se unificaron los delitos preexistentes; desaparecieron los abusos, se colocó como presupuesto esencial único la falta de consentimiento (¡solo sí es sí!) y se estableció que todo acto sexual no consentido es una agresión, castigada de 1 a 4 años, salvo que llegara al acceso carnal, considerado violación, porque entonces la sanción sería de 4 a 12 años. Cuando concurrieran agravantes, las horquillas de condena irían de 2 a 8 años y de 7 a 15, las que antes eran de 4 a 10 y de 12 a 15. Fue ese desajuste punitivo el que motivó la aplicación del principio de retroactividad de la ley penal más favorable, especialmente en la parte baja de las condenas, con las consiguientes reducciones, en algún caso con excarcelación, de penas en fase de cumplimiento.
La reforma distingue una agresión simple, similar al anterior abuso, y una agresión cualificada por el empleo de violencia o intimidación, que agrava la condena, lo mismo que ocurre cuando hay acceso carnal, que implica violación. Las penas se reajustan de nuevo y se añaden algunas reglas de aplicación de la legislación y de revisión de sentencias, todo a futuro. Pero para nada se modifica el consentimiento como elemento central, manteniendo esa fórmula un tanto sinuosa que se incorporó en 2022: «sólo se entenderá que hay consentimiento cuando se haya manifestado libremente mediante actos que, en atención a las circunstancias del caso, expresen de manera clara la voluntad de la persona»; fórmula, por cierto, de compleja estructura, que con toda seguridad planteará cuestión interpretativa respecto de la frontera entre el consentimiento expreso y el tácito, de la eventual colisión entre la presunción de inocencia del autor y la de falta de consentimiento de la víctima, de la carga de la prueba y sus límites, etc.
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Estos son los hechos y los datos, por si alguna conclusión cabe extraer. Que no es cierto que la reforma altere esencialmente el núcleo del sistema vigente, más allá de distinguir diversos tipos de agresión; que la reforma, si sale adelante, sólo tendrá efecto hacia el futuro, en los delitos que se cometan de nuevo, porque a los ya cometidos les seguirá siendo aplicable la ley más favorable que hubiera estado en vigor, aunque ésta se modifique posteriormente. Esto es lo que hay en términos jurídicos; pero lo que haya de pasar dependerá más bien de la estrategia política. Y no es lo más recomendable.
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