José Ibarrola

Entre misa y ascensor

Crónica del manicomio ·

«Una definición muy acertada de loco es la de aquel que ha perdido tanto en la vida que ni siquiera tiene tiene tiempo que perder»

Fernando Colina

Valladolid

Viernes, 1 de julio 2022, 00:04

Los cambios recientes en el ascensor de mi casa, con un motor nuevo más callado pero más perezoso, me han hecho pensar en el tiempo ... que perdemos. En una primera estimación, contando lo que dura el trayecto, el intervalo de la espera y la frecuencia con que lo uso, descubro que paso en el ascensor cerca de dos días enteros al año. La primera impresión, como podemos imaginar, es inquietante, pues la fantasía convoca la idea de pasar cuarenta y ocho horas sin salir de un cajón que sube y baja.

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Además, en cuanto uno empieza a leer comentarios bajo el filtro de esta mirada, comprueba que son muchos los cálculos semejantes de otros ciudadanos sorprendidos. Hay quien ha medido el tiempo que perdemos en arrancar el ordenador, en ducharnos, en ir al trabajo, en los deleites carnales o en contemplar las musarañas. Aunque, lógicamente, lo más arduo es diferenciar entre tiempo perdido, tiempo ganado y tiempo necesario, pues no están claras las diferencias. Hay quienes disfrutan perdiendo el tiempo y quienes viven en alerta constante para aprovecharlo al máximo. Como hay quien se afeita cortándose por las prisas y quien lo hace cantando 'Soy el novio de la muerte' con Los Planetas de compañía.

Incluso cabe recordar aquí, para los amigos de la locura, que una definición muy acertada de loco es la de aquel que ha perdido tanto en la vida que ni siquiera tiene tiene tiempo que perder. Loco es quien vive en el instante, sin pasado ni futuro, y si nos comparamos con él y su posible sufrimiento, agradecemos las ventajas de perder el tiempo, aunque sea en un ascensor de Otis recién reparado.

Pero al hilo de estos pensamientos, me asaltó otro cálculo de cuyo resultado aún no me he repuesto. Hice una operación sencilla. Sumé el tiempo que durante mi escolaridad duraba la misa y el rosario diarios que exigían los jesuitas. Y debo aclarar que diario, en aquella época, quería decir diario, es decir, misa inexcusable los siete días a la semana, incluidos los domingos a las nueve de la mañana. Multipliqué primero la cifra –cincuenta minutos– por siete días de la semana, luego por cuatro semanas al mes y por nueve meses escolares. Por último, multipliqué el resultado por once, que fueron los años de mi formación en el colegio de San José, y caí en la asombrosa evidencia de que había pasado más de tres meses seguidos, con sus días y sus noches, sin salir de la capilla.

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Pese a todo, pese a los estragos de la devoción, y sin necesidad de recurrir a ningún masoquismo ni ideal superior, me pregunto sinceramente si fue un tiempo perdido. No porque gracias a él haya enriquecido mi espíritu religioso, que brilla por su ausencia, sino porque pienso en lo que representa esa educación respecto a la bondad de las obligaciones, la higiene de la repetición y el respeto de los ritos. Conviene reconocer que el absurdo también educa el carácter y es digno de consideración.

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