La semana pasada los mirlos cantaban a las seis de la mañana. No parece que sean conscientes de que ahora abordan su tarea una hora ... más tarde. Tampoco pareciera importunarles. Su reloj marca el mismo momento del alba. Todo invita a creer que el cambio horario les resulta indiferente y son inmunes a la obcecación. Tendría gracia –nunca lo sabremos– que sus cánticos hablaran de nosotros y nuestra obsesión horaria a pesar del atraso notable que arrastramos en lo fundamental. Lo que tampoco quizás ignoren es que, a pesar del metrónomo que rige los compases de nuestras vidas, hay un ritual ligado aún a la danza inmensa de las órbitas; una celebración sometida, como ellos y sus cánticos de alborada, a la voluntad de los cuerpos celestes. La Semana Santa carece de fecha fija en el calendario. Sus días se asientan entre marzo y abril con improntas de visitante, como si atendieran a la métrica –en consonancia con los mirlos– de movimientos cósmicos más sabios. Así se invaden, en circunstancias normales, también las calles: como una representación afanada en compartir las cuestiones íntimas, ajenas a la métrica de los días y la escala material de los hombres, entre los espacios públicos que, de inmediato, son también intimidad.
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Pudiera tratarse de experiencias distintas, claro, pero no excluyentes. Así que se equivoca quien crea que los actos penitenciales de la Semana Santa son solo una cuestión de fe. Yo los he vivido intensamente y he tenido oportunidad de aproximarme a algunos de sus pliegues más interesantes gracias a la interpretación y descripción que han detallado autores y dramaturgos como Fernando Urdiales o Aurelio Rodríguez sobre la escenografía y estética barroca que produce el conjunto identitario de tallas seculares, o sobre liturgias contrarreformistas, mulsas entre la religiosidad y la manifestación popular, rescatadas del olvido decimonónico y adaptadas en nuestro pasado más inmediato. También, gracias a los luminosos textos de Enrique Gavilán. No solo aquellos dedicados al estudio del aspecto teatral que albergan las procesiones vallisoletanas y que recomiendo con efusividad a todo interesado, sino porque hace más de una década nos ofreció en alguno de sus textos publicados la clave paradójica, la contrariedad, la cuestión acaso incómoda y enigmática, de una resurrección apenas atendida de modo artístico y procesional, a pesar de tratarse del acontecimiento culminante en la Semana Santa y fundamental en el credo religioso. Esa paradoja me ayudaría a entender mejor la contundente aproximación, la minuciosa y brillante costura que José Manuel de la Huerga dejó escrita en su novela distinguida con el Premio de la Crítica de Castilla y León, 'Pasos en la piedra', para unir –entre un inventario de elementos tradicionales, costumbristas, sociales e identitarios comunes a esta ramificación de valles de lágrimas que se concentra en la cuenca del Duero– la raíz atávica de la manifestación más tremebunda del dolor que pueda concebirse junto con la descarnada lucha de un pueblo redivivo en los años inquietantes de la Transición, cuando Adolfo Suárez aprovechó la moridera propiciada por los Días Santos para restaurar la legalidad del Partido Comunista.
Hoy no hay penitentes por nuestras calles y su vacío produce vértigos. Nuestra voluntad se ve superada una vez más por ciclos inmensos, como el de las pandemias que respiran por la gigantea del mundo. Aun así, como escribió de la Huerga, en nuestra Valladolid acaso la resurrección pueda procurarse a través de un R-6 y algún que otro mandamiento de sabiduría honda, similar a la de los mirlos: «Túmbate sobre el vaivén de las olas, hagámonos los muertos, déjate acunar por las corrientes».
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