La vejez es una enfermedad incurable y se agrava con el tiempo inexorablemente. Tras nacer, enseguida nos colocan un pañal. Los padres se lo cambian ... a sus bebés envueltos en una atmósfera en la que convergen la ternura, la ilusión y el afán de protección. Lloramos cuando nos salen los dientes y, al envejecer, lamentamos haberlos perdido. Con el paso del tiempo, a los pequeños se les caen los de leche para dejar espacio a los de marfil. La gente ve graciosa la imagen de un niño desdentado; pero todo cambia cuando ese crío llega a viejo. Pierde la dentadura y aquel ser humano cuya sonrisa nos pareció adorable durante la niñez se transforma en fealdad y patetismo. Lo mismo sucede con el dichoso pañal: resulta paradójico que también nos coloquen uno porque ya no controlamos nuestros esfínteres, como durante la infancia.
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Tal vez termines en una residencia, donde flota un aire pestilente. Ya no eres tú, sino un subproducto de la naturaleza que aguarda sentado a que la muerte le lleve a un espacio verde en el que te inculcaron que te reunirías con tu gente más querida. Mientras llega tu momento, unos chupatintas decidirán si vives o no, aplicándote un pseudodarwinismo administrativo por culpa de una pandemia y el sistema decide quién se queda y quién no. Esa tría te sentencia, vulnerando la ley. Van a dejar que mueras por ser viejo y estar aquejado de un virus. Pero no todo está perdido: al llegar al cielo, Dios te recibirá con los brazos abiertos, te devolverá la sonrisa perdida y dirás adiós al pañal. No te quejes. No es mal plan.
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