Pocas cosas hay más aleccionadoras que despertarse a las cinco de la mañana y salir de casa para ir a trabajar. Mientras todos duermen, podemos ... ver la ciudad en su rotundidad y aspereza. El escenario de cartón-piedra tan amable y lleno de colores se convierte en una mezcla de oscuros tonos naranja y gris. La calle se vuelve hostil, apta únicamente para las susurrantes voces de los humildes que no madrugan porque nunca se han ido a dormir y que igualan todas nuestras ciudades.
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La misma cola que veía en Ruiz Hernández hace 10 años, esperando por la bolsa de comida de la Hermana Gloria, es la que veo ahora en Hortaleza todas las mañanas, a la misma hora. También en Oviedo, en Barcelona, en León, en Pamplona. Si hay algo que compartamos todos no lo son las estrellas del cielo, como predican unos cuantos cursis, sino las colas invisibles que necesitan de la ayuda de otros para subsistir.
Charles Dickens, Miguel Delibes, Antonio Machado, Benito Pérez Galdós lo sabían bien. Son estas personas las que nos custodian, parapetados bajo el alfeizar de los edificios con sus mochilas de caracol y sus cafés humeantes. Cientos, miles de personas se encuentran al alba cada día. Y cada vez más.
En estas tres semanas que llevamos de mes he visto mujeres de mi edad, madres con hijos, abuelos, gente con uniforme de trabajo, vecinos míos… Cada semana, las colas son más largas y los días son más fríos.
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Quizá sea esto lo que debería enseñarnos septiembre, entre tanta necrológica y tanta nostalgia perenne por un siglo que ni siquiera era del todo el nuestro. Bienvenido sea madrugar si con esto aprendemos a ser conscientes de la realidad del país en el que vivimos y a preocuparnos más por los vivos.
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