La devaluación de la ciencia y el saber
«La acumulación de datos no equivale a la sabiduría y la inteligencia artificial es justamente lo que su nombre indica: un artificio o simulacro de inteligencia»
No abunda la información sobre ciencia en los medios de comunicación general; y los casos relacionados con la misma que han aparecido en aquéllos durante ... los últimos días no resultaron –precisamente– como para alegrarse. De un lado, era noticia la triquiñuela a la que se habrían prestado científicos de diversas nacionalidades (incluidos algunos españoles) de figurar como integrantes de universidades de Arabia Saudí sin –en realidad– serlo, a cambio de dinero extra. Por este método, que comportaba –además– una producción artificiosamente inflada de cada uno de tales investigadores, las universidades saudíes escalarían puestos en los rankings mundiales de las instituciones académicas. Parece bastante claro que, si uno busca el enriquecimiento, no debería dedicarse a la ciencia, pero ejemplos como éstos ponen de manifiesto que la mezquindad o miserabilidad materialistas no son ni mucho menos ajenas al desempeño de una tarea que ha de ser esencialmente vocacional.
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De otra parte, y aunque la noticia siguiente tampoco deje de resultar algo inquietante, se conocía –hace algunas jornadas– la dimisión en bloque del consejo editorial de una prestigiosa revista internacional: el motivo, la «inmoralidad» que supone –según los dimisionarios– que estas editoras ganen inmensas cantidades al año, tanto por el dinero que cobran por artículo a los investigadores (si quieren publicar en ellas) como por el dinero que perciben de las instituciones públicas al utilizar sus «servicios». Dichas editoriales no por grandes y reconocidas son menos «depredadoras» que esas otras que –habitualmente– reciben tal nombre en el ámbito académico. De hecho, los «gigantes» del ramo se afanaron –a lo largo de décadas– en comprar los derechos de publicaciones en quiebra a precio de saldo, hasta controlar, prácticamente, el mercado. Hay pues, hoy, un gran negocio editorial con la ciencia del que no sólo no se benefician los científicos, sino del que se han convertido en los principales perjudicados.
Abusando de ese supuesto inicial de que quien está en el mundo del saber lo hace por vocación, se espera que los investigadores paguen por publicar y asesoren gratis –con las respectivas evaluaciones– a empresas editoriales de su campo. Se diría, pues, que en pocas profesiones la hora trabajada vale menos o se paga más barata. Ya los investigadores asumieron –tiempo atrás– que su horario no tiene límite; e inauguraron el teletrabajo antes de que existiera o recibiese esta denominación. Sin embargo, aún el oficio de investigar se hallaba revestido de algún prestigio. Hoy, la pretendida «democratización del conocimiento» promovida por los gurús de Internet ha derivado en su abaratamiento, si no en un desprecio generalizado respecto al mismo. La acumulación de datos no equivale a la sabiduría y la inteligencia artificial es justamente lo que su nombre indica: un artificio o simulacro de inteligencia.
Lo más penoso o grave del nuevo panorama radica en que la devaluación de la labor investigadora y docente se anuncia como inevitable e –incluso– «necesaria». Así, los enfoques sobre educación o saberes que traslucen las recientes legislaciones y tendencias apuntan amenazadoramente a ello: el enseñante habría de convertirse en una suerte de monitor de divertimientos digitales para los alumnos; y el científico en productor de «avances» tecnológicamente explotables. No se reflexiona sobre si es bueno o malo, moral o inmoral, ni en las consecuencias que cada «invención» pueda tener sobre el rumbo de la humanidad, su salud, bienestar y progreso.
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Si el mundo –y tal es la impresión que da– ha devenido en una gran fábrica global de productos o «adelantos» tanto tangibles como intangibles, convendrá recordar que, de acuerdo con lo que decía Mario Savio en el discurso pronunciado al comienzo de los movimientos estudiantiles de los 60 en la universidad de Berkeley, «somos humanos». Y humanos que queremos seguir siendo humanos; profesores, investigadores, estudiantes que «no estamos dispuestos a ser convertidos en un mero producto; si somos la materia prima, somos una materia prima que no está dispuesta a ser `procesada´ ni malvendida».
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