Cuando la democracia deja de respetarse a sí misma
«Cabe temer que no estemos siendo lo bastante conscientes de que el vivir en una democracia como la de Europa, que proporciona una estabilidad política y económica envidiables, es un privilegio que no hemos de dilapidar nunca»
La democracia constituye un invento frágil, una magnífica solución para resolver conflictos y avanzar en el desarrollo de los valores fundamentales de la humanidad, que - ... sin embargo- se ha visto en riesgo y rodeada de amenazas prácticamente desde su nacimiento (fuera cual fuera éste). Ya parece significativo que, a los pocos años de ser establecida en Atenas, los problemas del brillante estratega y político Alcibíades para mantenerse dentro de ella se originaran por una cuestión formal: la de un comportamiento indecente o impío con los dioses; en concreto, la 'gamberrada' que le atribuyeron a él y sus amigotes de haber mutilado los hermai (unas representaciones fálicas de Hermes), «allí donde más dolía», con el mal presagio que eso podría traer para el destino de toda la ciudad. Así que Alcibíades se convertiría con el tiempo en el mayor valedor y -a la vez- el peor enemigo de la democracia ateniense, lo que también es paradójico: en un pretendido líder y salvador de sus principios que, no obstante, se alió en más de una ocasión con espartanos o persas, tradicionales invasores de la patria.
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Hay quienes se equivocan asumiendo que para defender a la democracia vale todo, quienes llegan a pensar que la democracia son ellos y los que no creen en la democracia en absoluto. Pero lo que está fuera de dudas es que ese delicado equilibrio de posturas, influencias y poderes exige educación, cortesía y respeto democráticos ante todo. Y, por esto, hay que tener siempre muy presente que, en democracia, los contenidos resultan tan importantes como las formas. Que, más allá de las acciones que se lleven a cabo, el mero hecho de insultar, menospreciar, ningunear, ridiculizar, denigrar e -incluso- agredir (siquiera verbalmente) al rival o contrario es signo de no haber terminado de comprender bien en qué consiste la verdadera democracia.
No menos grave sería -en este sentido- arrojar sospechas y descalificación sobre las instituciones, vulnerando la separación de poderes que ha de cuidarse escrupulosamente en la medida que garantiza el correcto funcionamiento de cualquier Estado de Derecho. Y, a pesar de ello, estamos observando cómo -casi a diario- se cuestiona desde los representantes de unas instancias a los de otras. O cómo, cada cierto tiempo y en el terreno de las formalidades democráticas, acaecen desagradables incidentes de protocolo respecto a quién debe figurar o no en cuanto a autoridad estatal o regional en lugar preferente durante la realización de determinados actos públicos. Y se efectúan desplantes premeditados o declaraciones irrespetuosas tanto dirigidos contra aquéllos o aquéllas que gobiernan como contra los jefes y jefas de la oposición.
No digamos ya nada -porque apenas debería de hacer falta- si ese encono entre bandos enfrentados trasciende los marcos de lo regional o lo nacional e invade, como viene sucediendo, el ámbito global o extracomunitario. Sería -entre diversos ejemplos que podríamos aducir- el reciente caso ocurrido con la visita de un destacado cargo de la Unión Europea que vino a Valladolid para tomar parte en una relevante ceremonia académica. Independientemente de cual fuese la filiación ideológica, militancia de partido o desempeño de ministerios en gobiernos anteriores, su representatividad, hoy, compete a la esfera europea e internacional. Y corresponde, por tanto, a quienes ocupan los más altos puestos a un nivel local, provincial y regional, recibirlo y acompañarlo cordialmente. Lo que -esta vez- no aconteció.
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Cabe temer que no estemos siendo lo bastante conscientes de que el vivir en una democracia como la de Europa, que -con todas sus posibles carencias o defectos- proporciona una estabilidad política y económica envidiables, es un privilegio que no hemos de dilapidar nunca. Porque la primera condición para no hacerlo es respetarnos y respetar a los demás; conservar las normas y las formas; vigilar que no se deteriore la convivencia; y -como no supo hacer Alcibíades- venerar lo más sagrado, que son nuestras vetustas instituciones, pues cuando la democracia no se respeta a sí misma comienza a deslizarse peligrosamente hacia su final.
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