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Recuerdo cuando Igor llegó a casa. Lo hizo detrás de una profunda y desconfiada mirada azul que contrastaba con un diminuto petate negro del que ... emanaban los aromas de fruta ya descompuesta. Para darle la bienvenida, tuvimos que familiarizarnos con un glosario de frases típicas. Mis padres, con dos hijos ya, sabían de la dificultad, pero no dudaron. Le proporcionaron un entorno seguro y alejado del ambiente contaminado de Bielorrusia. Y allí estaba, compartiendo habitación con mi hermano Javi, riéndose a carcajadas con Arguiñano, devorando la sandía y yo berreando desde el bordillo de la piscina: хета плоха (heta ploha): ¡Eso está mal! para que no se lanzase por enésima vez al agua cuando ya se había quitado la sal del mar. Fue una experiencia de verano inolvidable. Luego vino la peor parte. Despedirse. Eso quizás nos cambió algo a todos.
El temor a la despedida, las ocupaciones diarias y la necesidad de no sentirse atado pueden ser algunas de las razones que hacen que el número de familias de acogida se haya desplomado. No hay que irse a más de 3.000 kilómetros para encontrar a alguien que necesite un hogar. Hay 556 menores en Castilla y León que viven tutelados por la administración y que necesitan un hueco.
La realidad es que ya no quedan familias acogedoras porque en el fondo huimos del sacrificio y de la responsabilidad de darle a alguien, que apenas conocemos, la oportunidad y la fortuna con las que no han nacido.
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