El límite de lo soportable
«España demuestra que mientras tenga cincuenta euros en el bolsillo le importa poco que sus libertades estén en riesgo»
El miércoles, en un ciclo sobre periodismo, me preguntaron si España había llegado al límite de lo soportable. Respondí que no, hay mucha gente capaz ... de soportar más. Veo a España instalada en una placidez y una seminconsciencia inquietante. Uno pasea por cualquier ciudad y lo que se encuentra no puede llevarle a pensar que el país está atravesando la mayor crisis institucional de los últimos cuarenta y cinco años. Incluyo el 23F porque, entonces, todo el hemiciclo estaba en contra de los golpistas mientras que ahora, la mitad los aplaude lanarmente. En cualquier caso, no hay sitio en los restaurantes, todo el mundo se pega unas vacaciones que antes solo se podían permitir los ricos y las tiendas no dan abasto. Y, en parte, tiene sentido: el Ibex 35 está en máximos, los inversores ganan dinero, los fondos y planes de pensiones van bien, las pensiones se revalorizan, el 85% de los españolitos poseen un piso que se está apreciando cada mañana, el paro es inexistente y la inflación se sitúa en un moderado 2%. Como siempre, hay algunos problemas: los jóvenes no tienen acceso a la vivienda, los salarios son bajos —la productividad lo es— y la deuda se dispara. Pero, sin entrar en detalles, estamos en un ciclo alcista, la economía va razonablemente bien y algunas de las medidas del gobierno de coalición han sido un éxito. Como, por ejemplo, las subidas del SMI. La ortodoxia económica neoclásica nos decía que esa medida podía ser un desastre, pero ha resultado que, por muchos motivos, no lo ha sido.
Y, sin embargo, uno enciende la televisión, lee los periódicos o pone la radio y se encuentra con un país en llamas. Ambos escenarios son compatibles. Si España no arde y no se sitúa —como me preguntaban— «en el límite de lo soportable» es exclusivamente porque la economía funciona. Pero no sé si eso es bueno o malo, no sé si dice mucho de nuestro grado de civilización o más bien de nuestro nulo interés por la democracia. Tiendo a optar por lo segundo: España demuestra que mientras tenga cincuenta euros en el bolsillo le importa poco que sus libertades estén en riesgo. El ambiente recuerda al del final del franquismo, ese clima de desarrollismo que dio paso al nacimiento de una clase media que era feliz siempre que no se metiera en política. Pero conviene recordar que si hoy tenemos una democracia fue gracias a que hubo gente para la que no fue suficiente con comprarse un Seat 600 y aspiró a vivir en libertad.
Yo he crecido en la Transición rodeado de valores como consenso, concordia, reecuentro, libertad, progreso, justicia, pluralismo, etc. Entre las enseñanzas de mis padres, de la radio y de los periódicos, aprendí a valorar la democracia, las instituciones y ciertos conceptos. De los viejos socialistas aprendí, además, que la dignidad está un paso por delante de todo, incluso de nuestros intereses. Y que de nada sirve que la economía funcione si falla todo lo demás.
Hoy estamos en ese escenario, con el matiz de que aquellos viejos socialistas se han muerto y que los nuevos no conocen el significado de la palabra dignidad. No tengo duda de que si estos escándalos se hubieran dado en la derecha, los mismos que callan, gritarían; que esas calles plácidas estarían tomadas por acampadas y batucadas; que habría convocadas varias huelgas generales y, por supuesto, que estaría tomado el Congreso, el Senado y varios parlamentos autonómicos. Y que las feministas que callan disciplinadamente ante los puteros de izquierdas clamarían ante los de derechas. Por entender de qué estamos hablando, vivimos un país en el que dos delincuentes —Puigdemont y Cerdán— han negociado una ley de amnistía para comprar una legislatura, que es el mayor acto de corrupción imaginable. Por cierto, comienzo a tener dudas de que Pumpido sea capaz de poner fin su carrera con la infinita humillación de tener que aprobar una ley negociada por Santos Cerdán. Más allá de las putas, estamos ante una organización criminal dentro del PSOE y del gobierno con varias ramificaciones: una de ellas, dedicada a comisionar por las mascarillas; otra por hidrocarburos; otra por adjudicaciones de obra pública; otra dedicada a enchufar a las putas del ministro; otra a los familiares del presidente; otra a extorsionar a jueces y fiscales; otra a hacer lo mismo con la Guardia Civil y la prensa. No sabemos qué pasa con Delcy, no sabemos qué pasa con Zapatero y me temo que es cuestión de tiempo que se destape una posible financiación ilegal del PSOE por parte de dictaduras sudamericanas. Y, mientras tanto, el Fiscal General del Estado imputado por revelar secretos para perjudicar a un rival político, destruyendo, por el camino, las pruebas del delito, que es el mayor indicio de haberlo cometido. Y, por si fuera poco, el gobierno intenta una reforma de la justicia para controlar a los jueces y terminar del todo con la democracia. Es imposible hacer tanto daño en tan poco tiempo.
El sanchismo se encuentra en fase terminal. La degradación a la que Sánchez ha llevado a nuestra democracia no tiene parangón y si el PP llega al gobierno —que está por ver— debe priorizar todos sus esfuerzos en revertir el daño incalculable que el PSOE ha hecho desde el punto de vista institucional. Es necesario que los niños y los jóvenes de hoy —intoxicados tras siete años de vertedero— crezcan de nuevo con los valores democráticos, con el respeto a las instituciones y al pluralismo. Han de comprender que no hay nada de malo en ser progresista o socialdemócrata, pero sí en ser sanchista. Es indispensable que sepan lo que ha sucedido, punto por punto. Doy por hecho que nadie que haya tenido un mínimo de relevancia en el sanchismo pueda ocupar un cargo en la nueva etapa, la ruptura ha de ser total, no vale nadie que haya asentido —siquiera con el silencio— a las locuras de un hombre que la historia relegará a las alcantarillas. Y hay que ser capaces de hacer todo esto sin rencor, pero sin olvidar por un momento el nombre de quienes estuvieron a punto de destrozar nuestra arquitectura constitucional y el futuro de nuestros hijos.
Si este país fue capaz de hacer una Transición, ha de ser capaz de hacer otra. Para ello, conviene entender que la crisis de la prensa y de la democracia son la misma, que una sociedad que no lee periódicos se vuelve manipulable y que si hoy sabemos todo lo que sabemos del PSOE es exclusivamente porque ha habido periodistas valientes dispuestos a jugarse el pescuezo ante los ataques de poder y la indiferencia de una sociedad anestesiada que, una vez más, ha preferido el 'viva las caenas'. Es posible que ese, y no otro, sea el límite de lo soportable.
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