Cincuenta años
«No me parece correcto emitir drásticos juicios de valor sobre acontecimientos del pasado sin introducir en el análisis las circunstancias que concurrían cuando los hechos ocurrieron»
Se llenaron estos días los medios de comunicación (todos ellos: los hablados, los escritos, los audiovisuales, los televisivos, y las redes sociales, que también lo ... son) de referencias conmemorativas a aquellos acontecimientos de hace cincuenta años. No creo que haya nadie que haya podido permanecer ajeno a las informaciones análisis y valoraciones que se han ido produciendo con tanta insistencia. Y, ciertamente, aquel 20-N de 1975, día en que falleció el General Franco, merecía una especial atención, como fecha altamente significativa en lo que todavía es nuestra historia reciente, pues no en vano los efectos sociales, culturales o políticos del proceso de cambio que entonces se inició han estado presentes todo este tiempo, e incluso se mantienen en la actualidad de muy diversas maneras.
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Ocurrirá sin embargo que la perspectiva con que se haya contemplado la efeméride será muy distinta, como lo habrá sido la actitud con que cada uno se haya aproximado a ella. Habrá quien lo haya visto con nostalgia, o con añoranza, o con repulsión, o con desprecio, o con satisfacción, o simplemente con curiosidad. Y cada uno tendrá sus razones, más o menos comprensibles o justificables. Si hubiera que simplificar y clasificar las perspectivas y las actitudes, lo más probable es que podrían reconducirse a dos categorías: la de los que vivimos directamente y en persona aquel tiempo, en edad de comprender, y la de los que no lo vivieron, o no tenían edad para entender lo que ocurría, y han odio hablar de ello o lo han leído o visto en imágenes posteriormente. No sé bien cuál de esos dos grupos sociales es mayoritario en este momento, porque la prolongación de la esperanza de vida hace que muchos de los que lo vivieron ya con cierta edad sigan afortunadamente vivos.
Para los que estábamos por entonces en la veintena, y hablo por mí, aquello no supuso solo un «cambio externo», social y político; también un «cambio interno», personal, cultural y hasta psicológico. Nuestra juventud había transcurrido en la dictadura, en un clima absolutamente distinto al que empezó a desenvolverse a partir de entonces, y el contraste nos resultó tan brusco como inevitable. Veníamos de una educación propia de un sistema autoritario y, aunque ya en los últimos años de la dictadura se había producido una evolución en la sociedad, y en muchos de nosotros, de rechazo a todo aquello, estábamos impregnados de valores, reglas y costumbres de las que no es tan fácil desprenderse, porque no es tan sencillo sustituir un esquema mental y vital por otro tan distinto. El cambio en España, en muchos ámbitos y especialmente en la forma de vida, fue tan rápido que el proceso de adaptación personal no siempre fue fácil. Seguía ahí la generación anterior a la nuestra, la que había vivido la guerra y la parte más dura de la posguerra, y había desarrollado una mentalidad temerosa y precavida, con frecuencia a base de silencio y resignación. Así que nuestro contraste personal no solo era con el nuevo «medio ambiente general», sino también con lo que teníamos detrás y tan cerca. Con la prudente distancia que nos va dando la edad, creo poder decir que la gran mayoría superamos la prueba con razonable normalidad. Obviamente, habrá habido de todo en el ámbito individual, pero colectivamente hemos sabido y podido convivir con niveles apreciables y recíprocos de tolerancia y de transigencia, tanto en el espacio público, como en el privado. A los hechos me remito, incluso si se tratara de hacer un análisis comparativo con otras etapas y momentos de nuestra historia colectiva.
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Me pareció oportuno hacer esta previa reflexión personal porque no me cabe duda de que la opinión de muchos de nosotros sobre el alcance de la transición social y política que entonces se inició está decisivamente influenciada por la vivencia directa de aquellos acontecimientos. Deberíamos por ello reclamar comprensión; vemos aquella transformación como un episodio brillante de ilusión colectiva, de superación del pasado y de apertura al futuro; y lo vemos así porque lo vivimos así. Deberíamos también ofrecer comprensión a los que, por obvia razón generacional, tienen una visión distinta y distante porque tienen una percepción también distinta y distante, menos nostálgica y más crítica, que ya no está condicionada por la experiencia vital, sino que puede estarlo por el análisis de los resultados con más objetividad.
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Hay, no obstante, una reflexión que creo que merece la pena tener en cuenta. A mí no me parece correcto emitir drásticos juicios de valor sobre acontecimientos del pasado sin introducir en el análisis las circunstancias que concurrían cuando los hechos ocurrieron, porque solo así se pueden entender con cierto rigor. El análisis retrospectivo que se limita a proyectar sobre el pasado las claves del presente sin dar relevancia al contexto histórico del momento corren un elevado riesgo de simplificación. Y creo que esto ha podido ocurrir en algunas ocasiones.
Así que conviene preguntarse si una dictadura que empezó a encontrar su fin cuando el dictador falleció en la cama de un hospital, y no por una destitución forzada, ni por un pronunciamiento militar, ni por un levantamiento popular que no pudo frenarse, ni siquiera por un referéndum sobre su continuidad, ofrecía posibilidades reales de ser sustituida por una democracia por una forma distinta a la que aquí tuvo lugar. Claro que en abstracto hubiera sido posible, porque en abstracto casi todo es posible. Pero la pregunta hay que hacerla en concreto, entonces y aquí; o sea, en el contexto de la sociedad española de 1975, teniendo en cuenta todas las circunstancias que concurrían, incluido el pasado inmediato y el pasado remoto, que sabemos bien el que era.
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Luego se ha discutido mucho si aquel famoso consenso que facilitó el pacto constitucional fue el método más adecuado, o si supuso excesivas y desiguales renuncias para las partes en presencia, que venían de lugares tan alejados como la pompa del régimen, unos, y la clandestinidad, la cárcel o el exilio, otros. Y tal vez fue precisamente la buena voluntad, la convicción sincera, o el compromiso compartido de gente de tan distinta procedencia lo que facilitó, incluso con riesgos evidentes, recorrer aquel camino.
Así que doy por perfectamente legítimo considerar que hubo en todo aquello deficiencias e insuficiencias, que se han podido corregir después, o incluso que están pendientes de corrección en algún caso. Pero si nos hacemos las dos preguntas fundamentales (de dónde veníamos y adónde queríamos llegar) veo más razones para la satisfacción que para la decepción; especialmente si me sitúo en aquel día, 20 de noviembre de 1975, con los añorados 24 años que entonces tenía.
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