El lunes comí de sequillo. Así llama mi suegra a comer sin guisar. Es decir, una lata de sardinas, un pedazo de queso, fiambre, nueces… ... Lo que había en la alacena. A las 12.30, ejercí de reponedor en el supermercado del barrio: tuve que volver a colocar en su estantería los productos que llevaba en la cesta porque no me podían cobrar. A las 13.00, me convertí en un desesperado buscando pan por todas las multitiendas, pero habían volado las barras, las libras, las hogazas y el pan de molde. Y una hora después, estaba aguzando el ingenio para comer sin cocinar.

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Lo del lunes tuvo su moraleja porque nos devolvió a un mundo primitivo: sin ducha, sin lavavajillas, con escaleras, con palmatorias, sin teléfono móvil, sin series de televisión y recuperando placeres tan antiguos como la lectura y la conversación.

Tras el estrés de lo inesperado, ha llegado el momento de la reflexión y los propósitos. Aún hay quien se pregunta si después de esta experiencia cambiaremos, seremos mejores y esos grandes planteamientos que sucedieron a la pandemia y se sustanciaron en la nada y en lo mismo. También se repetirán los propósitos colectivos.

Si en la pandemia nos dio por el papel higiénico, tras el apagón se harán de oro los vendedores de cocinas mixtas de inducción y gas y los fabricantes de grupos electrógenos grandes, para la casa, y pequeñitos, para el ordenador. Compraremos cantidades ingentes de latas de conserva, de bolsas de frutos secos y de cajas de galletas y a nuestro almacén de supervivencia, que ya estaba lleno de mascarillas y botes de hidrogel, llegarán un camping gas, una caja de velas, dos paquetes de pilas y tres linternas. Lo nuestro ya no es un 'kit', es un bazar.

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