Los ingleses
Pues no sé qué le diga ·
Lo cierto es que se han ido y que es una pena. Pero como ya no tiene remedio, lo mejor será dejar de lamentarlo y analizar las causasAl fin se consumó la salida de los ingleses de la Unión Europea. El ya superfamoso 'brexit'. Han pasado cuatro años desde que se celebró ... aquel peculiar referéndum de 2016 y, tras los múltiples intentos que se hicieron de llegar a un acuerdo que minimizara los efectos de la salida, los cambios de gobierno y la celebración de un proceso electoral que prácticamente sólo debatía si mantener o revisar la decisión de salir, no quedó otra opción que ratificar la salida sin más, primero en el parlamento británico y luego en el europeo. Y esta es la situación. Con cánticos y manos entrelazadas, abrazos y besos de despedida, pero lo cierto es que se acabó la incertidumbre del 'brexit'.
Viene ahora un periodo transitorio en el que se podrán aún negociar aspectos concretos de tipo comercial y aduanero, de régimen de entrada y permanencia de ciudadanos de otros países comunitarios, de acceso a servicios y prestaciones, etc., durante el cual no se notará mucho la salida porque se mantienen mientras tanto las condiciones actuales. Pero eso sólo dura hasta el final de este año. Si a 31 de diciembre de 2020 se hubiera alcanzado algún acuerdo de relación preferente entre la Gran Bretaña y la Unión Europea en cualquiera de esos aspectos, eso será lo que se aplique, de forma similar a como ocurre con otros países; si no es así, a todos los efectos Inglaterra será un país tercero, más o menos como lo son Rusia, Turquía o Marruecos (cito estos simplemente porque están próximos y son fronterizos con la Unión). Y ya no podremos entrar allí con el DNI, sino con el pasaporte; y quizá necesitemos papeles y visados para permanecer o trabajar allí; y las mercancías que queramos importar de allí o exportar allí estarán sujetas a aranceles, cupos, o restricciones, como las que vienen de, o van a, otros países que no forman parte de la Unión. En fin, lo que viene siendo volver a levantar fronteras. Y eso que, en sentido estricto de lo que es una frontera en tierra, con todo su aparataje, el Reino Unido, que no deja de ser una gran isla, sólo deberá aplicar la regla, a expensas de lo que pase en el futuro en Escocia, en Irlanda del Norte, con la República de Irlanda, y aquí al lado, en Gibraltar, con el Reino de España. Curioso asunto este, que nos retrotrae a tiempos pasados, cuando se discutía vivamente si bajar o levantar la barrera, haciendo de ello cuestión patriótica de elevado apasionamiento. Cosa distinta será el régimen que se vaya a aplicar en el túnel bajo el Canal de la Mancha, que pone en contacto directo a Inglaterra con Francia, pero no será de excluir un paso fronterizo a la entrada, a la salida, o a ambos lados.
Viene también ahora la oportuna reflexión sobre cómo y por qué se llegó a esta situación, cuando parecía que la integración estaba razonablemente asentada, por mucho que periódicamente hubiera brotes, no ya de euroescepticismo, sino de abierta hostilidad, que se consideraban minoritarios y coyunturales, pues revivían precisamente en el entorno de las campañas electorales.
La verdad es que, bien mirado, con larga perspectiva histórica, entre las Islas Británicas y el continente europeo siempre hubo bastante más distancia que la que suponía el Canal de la Mancha. Recordarán aquel rasgo de humor inglés que se expresaba diciendo que era el continente el que estaba aislado cuando la niebla impedía cruzar el Canal por mar o por aire. Y, si miramos la historia en largo plazo, es fácil de apreciar que la relación de acá para allá, y de allá para acá, siempre funcionó en clave de reserva, cuando no de recelo. También es cierto que, cuando Europa sufrió más en las tragedias recientes, Inglaterra estuvo del lado bueno, implicada y decisiva. Pero eso no quita para que su proyección atlántica, sus alianzas económicas, su predominio lingüístico, sus tradiciones, proporcionara a los ingleses (anglosajones, al fin y al cabo) ingredientes suficientes para sentirse especiales y celosos de los suyo. Inclúyase ahí su moneda, su sistema de pesas y medidas, sus finanzas, su modelo de circulación por las vías públicas, su régimen electoral, su monarquía, su constitución, su religión, su ordenación territorial, y hasta su forma de jugar al fútbol o de tomar la cerveza o el té.
Así que no es de extrañar un detalle que quizá se haya olvidado: ingresaron en lo que entonces era la Comunidad Económica Europea en 1973, pero ya con la reserva de evaluar si seguir o no cuando hubiera pasado un corto plazo. Y dos años después, en 1975, ya votaron en un referéndum que entonces se planteó como de permanencia. Ganaron los que querían seguir por un 67,2%, frente a un 32,8%. Pero eran otros tiempos, de mucha fiebre europeísta y de escasas migraciones; y la libertad de circulación y la apertura de las fronteras era una aspiración y el proceso de construcción europea era percibido como el intento más sólido de superar un pasado conflictivo, aún reciente, lleno de recelos y de enfrentamientos. Luego, siempre estuvieron quejosos e incómodos, con un pie dentro y otro a medias. Cuarenta años después, ya lo hemos visto: un referéndum comprometido de mala manera para salir al paso de un aprieto electoral, lleno de demagogia nacionalista y xenófoba, dio como resultado que un 51,9 quería irse y un 48,1 quería quedarse. Y se han ido.
Hay ahora quien dice que, de haberse repetido el referéndum, el resultado hubiera sido el contrario; y hay también quien dice que relativamente pronto, cuando el cambio generacional esté suficientemente avanzado, volverá a celebrarse otro referéndum para regresar. Quién lo sabe. Lo cierto es que se han ido y que es una pena. Pero como ya no tiene remedio, lo mejor será dejar de lamentarlo y analizar las causas; por si acaso, para que no cunda el ejemplo, pero, sobre todo, para que las instituciones comunitarias y los países que seguimos integrando la Unión veamos la forma de fortalecerla, aumentando los contenidos sociales de sus políticas, practicando la solidaridad interna y externa, mejorando la transparencia y la calidad democrática en su funcionamiento. Se trata, en fin, de que nadie más quiera irse y de que otros quieran entrar, o volver. Y no sólo porque fuera haga mucho frío; más bien porque dentro se está mucho mejor.
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