No entraré en las razones que han llevado a 4.000 personas, algunas ilustres, a reclamar el indulto al expresidente andaluz José Antonio Griñán, condenado ... por prevaricación y malversación. Y sería tentador, porque uno de los efectos de las redes clientelares como las creadas en Andalucía por los ERE es, justamente, la generación de estómagos agradecidos dispuestos a devolver los favores. Sin embargo, hay dos aspectos más preocupantes. El primero se ha comentado más y tiene que ver con la arrogancia y falta de pudor de usar el indulto para garantizar la impunidad de los propios, violentando los mecanismos de control del poder, y generando una quiebra monumental en la igualdad ante la ley.
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Pero no es menos preocupante el segundo: la creación de una realidad paralela según la cual la condena por los ERE de Andalucía, el mayor caso de corrupción de la historia de la democracia, en términos cuantitativos y cualitativos, pase a convertirse poco menos que en un problemilla técnico que no debería ensombrecer el noble propósito que guiaba a los condenados.
A ello hay que añadir la entusiasta defensa de la tesis según el cual la gravedad del delito sería menor por no haberse producido lucro económico personal. Como si fuera la medida única de la corrupción, y como si no existieran otras formas de beneficio, como el rédito político o las dependencias que generan los favores.
Las leyes dicen lo que dicen y así lo han entendido los tribunales, pero los partidarios del indulto quieren vencer allí donde no llega el poder de los jueces. Han perdido la batalla de los hechos y la realidad, pero quieren ganar la del relato.
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