Homenaje en Ponferrada a Jerónima y Fernando. Ana María Fernández Barredo / EFE

Las hienas

Rincón por rincón ·

«La memoria histórica, en general, sirve para restañar las heridas, para hacer más llevaderas las cicatrices»

J. Calvo

León

Lunes, 5 de septiembre 2022, 00:01

En su versión más degenerada, los hombres son como las hienas. Y cuando llegan a ese punto pierden todo aquello que les acerca a la ... condición humana para adentrarse de lleno en un submundo cargado de demonios y vísceras malolientes.

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En ese estado todo lo social se repliega hasta desaparecer y emerge lo peor que se puede encontrar en un ser llamado racional. Si Lucifer existiera, sería su reflejo, su verdad.

Las hienas escribieron una de sus peores hazañas el 23 de agosto de 1936 en tierras bercianas. Allí lamieron la sangre y enseñaron sus colmillos con un gesto de rabia y placer. Todo al mismo tiempo, todo salpicado por la locura. Son hienas.

En aquella jornada cruel e inhumana, escondidas entre las sombras, los animales se guiaron por sus hocicos hasta la vivienda de Jerónima Blanco y Fernando Cabo, la primera embarazada de su segundo hijo, el pequeño con apenas tres años de edad. Ella dormía con un ojo abierto, su retoño paseaba entre las nubes con enorme placidez.

Las hienas acudieron al lugar buscando con sus colmillos calientes a Isaac Cabo, sindicalista 'rojo', defensor de la democracia y la igualdad, un tipo familiar que pensaba diferente. Un revolucionario, si se atiende a cuanto rodeaba a su persona. Visto así, una buena pieza para la caza.

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Eran las tres de la madrugada y los milicianos rompieron la puerta de la vivienda con las culatas de sus fusiles. A continuación buscaron en el interior y, sin una presa a la que morder, se llevaron a Jerónima a la calle.

No hubo mucho de que hablar y de nada sirvieron los ruegos de la joven madre pidiendo clemencia para ella y para su hijo. En medio de la noche, resonaron los disparos y la sangre inundó el terreno próximo a la vivienda.

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Aún fue más cruel lo ocurrido con el pequeño Fernando, con apenas tres añitos. Los falangistas envueltos en piel de hiena decidieron lanzar al crío al aire para jugar a 'tiro al plato'. Mientras uno lo lanzaba al aire, el resto disparaba para hacer diana. No fallaron.

Fue una vecina, escondida tras un cuarterón, quien presenció el crimen y quien más tarde se lo narraría a la familia a modo de confesión final. Hay recuerdos que no se pueden llevar a la tumba sin ser compartidos.

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Isaac regresó a su casa con los primeros rayos de sol y allí le esperaban su mujer y su hijo, en la calle. Ambos muertos, desangrados. Nadie se había acercado a ellos. La humanidad no tiene sitio cuando las balas son el argumento.

Fue Isaac quien les enterró con sus propias manos a escasos metros de donde se los había encontrado. Luego se fue al monte, entre las tinieblas.

Con el paso de los años los huesos fueron exhumados de la parte trasera de la casa a cuyas puertas se cometieron los asesinatos. Allí también estaba, escondida junto a su historia, la medallita que se veía el cuerpo del niño mientras 'volaba' por los aires.

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Apenas hace unos días Ponferrada decidió levantar un monolito para hacer justicia a su memoria. En el centro reposa una foto de la época en la que se puede ver a Jerónima y Fernando. Su recuerdo, su presencia y su historia servirá para hacer visible la barbarie que acompaña a la condición humana. Y no solo eso, también servirá para recordar que los hombres, cuando pierden el corazón y el sentido, solo son repugnantes hienas atraídas por el olor de la sangre.

La memoria histórica, en general, sirve para restañar las heridas, para hacer más llevaderas las cicatrices. Sirve, también, para recordar lo vivido y analizar nuestro propio presente. Sirve para reconocer, también, dónde se esconden las hienas.

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