Todo lo que antes era gratis
«Sepamos que debe pagarse por ir y venir, por viajar, por beber, comer, dormir o mear. Este es uno de los aspectos que más han cambiado en el mundo durante las últimas décadas»
Las páginas de este periódico se hacían eco –recientemente– de cómo películas, programas y publicaciones miran con una curiosidad y nostalgia (que van en aumento) ... hacia las modas e inventos que acompañaron a la llamada Generación X. Como si hubiera pasado mucho más tiempo del transcurrido. Como si los artilugios que marcaron aquella época en que sus miembros eran jóvenes se hubieran esfumado hace siglos. Y es verdad que la novedad o inconsistencia de 'adelantos' como los walkmans, las polaroids, las consolas, las motorolas, el DVD o el CD no aguantaron el paso de los años y muy pronto se volvieron viejos e incluso inútiles. Lo que viene a demostrar la rapidez con que artefactos que parecieron el colmo de la modernez e ingeniosidad tecnológicas quedaron al poco anticuados u obsoletos. Pero no es de morriñas sobre juventudes pasadas de lo que toca hablar en estos días prenavideños, sino de regalos o –más exactamente– de todo lo que en el mismo periodo se nos regalaba porque no tenía precio. De lo cual se deduce que, lejos de mejorar, muchas cosas que eran normales entonces han cambiado o desaparecido.
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Pues veamos en un breve recorrido qué acostumbraba a ser gratis cuando éramos niños o adolescentes y, hoy, ha dejado definitivamente de serlo. Por ejemplo, y ya que se trata de ir de compras: las bolsas de los supermercados; o las cajas en que venían los objetos que adquiríamos (y que ahora se venden para llenarlas de bagatelas); o el papel de envolver los regalos. Igualmente resultaba gratuito el piscolabis o hasta el desayuno que te daban en los aviones; el asiento que se ocupaba o facturar el equipaje si no superaba un determinado peso. Y la mantequilla para untar el pan que se nos ofrecía en los restaurantes de modo que pudiéramos entretener la espera de la comida. El agua tampoco queda a salvo ya de ese pagar por cualquier acto insignificante de nuestras vidas.
Se paga por orinar en los baños públicos y ducharse en ciertas playas; por usar autopistas, por medir la presión de los neumáticos, por aparcar el coche, por entrar en muchos museos, por visitar lugares, contemplar paisajes o avistar animales salvajes… Sin hablar del coste –en dinero o tiempo– de un mínimo trámite bancario; y de lo que fue gratis en Internet y ya no lo es, como los productos de Microsoft o la mayor parte de los antivirus. Si se asiste a espectáculos, los folletos informativos también tienen su valor. Y no digamos los carteles: no hay ni uno que consigas llevarte sin comprarlo, como solía ocurrir antiguamente. Se diría que el papel es oro.
In illo tempore, los gastos por la luz y el agua no constituían un problema. Ni –menos– la preocupación o cruz que abonar su recibo es ahora para un gran número de personas. Apenas se reparaba en lo que valían, aunque costaran un poco –muy poco– dinero. Y la cuestión no consiste tanto en que la mayoría de las cosas que hacemos cuesten –que sí que cuestan y cada vez más–, sino que parece que se nos tiene que hacer constar lo caras que salen. Los sostenedores y vigilantes del sistema en que vivimos dan la impresión de estar especialmente interesados en dejar bien claro y patente que hay un precio para todo; y que –bajo ningún concepto– se nos debe olvidar.
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De manera que sepamos que debe pagarse por ir y venir, por viajar, por beber, comer, dormir o mear. Este es uno de los aspectos que más han cambiado en el mundo durante las últimas décadas y, sin embargo, casi nadie parece haberse percatado de la transcendencia real y simbólica de tal hecho. Puesto que se ha pasado de la sensación de que la vida se nos regalaba a otra bien distinta, onerosa y de perpetua deuda o culpa, por la cual se nos obliga a ser conscientes de que debemos la existencia a otro u otros; pero no a nuestros padres, ni familias, ni colectivos, ni comunidades, ni patrias: sino a unos entes invisibles y poderosos que se encontrarían por encima de nosotros –como antaño los dioses de la mitología–. Unos ángeles vengativos que se hallarían continuamente observando lo que hacemos o no; y juzgando lo que tenemos que pagar a cada instante porque nos sea perdonada y consentida nuestra existencia.
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