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Patos en el Campo Grande de Valladolid. David Escorial

La garza o la vida

La Platería en llamas ·

«Un pato mandarín salta a la fama mientras algo, que no es fruta, huele a podrido en las Delicias»

Rafa Vega

Valladolid

Miércoles, 3 de febrero 2021, 07:50

Aunque una vez agotada la tarde yo suelo tener todo el pescado vendido, el lunes por la noche, a una hora en la que solo ... Poe se entretendría releyendo «vetustos mamotretos», me alertó un mensaje de José F. Peláez —a la sazón, mi admirado compañero de columna y de palique, entre otras debilidades— para advertirme de que había sido visto un pato mandarín en el Canal del Duero. «Aquí hay un columnón, Rafa», transmitía entusiasmado su mensaje, y a mí no me era difícil imaginarme a Peláez con los párpados entornados sobre el teclado, mientras la rotativa lo aguarda en pausa, como si fuese Orson Welles escribiendo a máquina un libro para el Antiguo Testamento de la Vulgata sobre patos con pedigrí y ánades con clase, cultura y fondo liberal que reniegan de la progresía acomodaticia, entontecida por el mensaje subliminal difundido sucintamente entre estridencias inclusivas como el patito feo y otras mandangas antinaturales; unos quinientos versículos hilados con su gracia y talento habituales, vaya.

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Pero yo ya tenía hechos los deberes y había dejado reposar en el alféizar, como se hace en todos los cuentos, una columna que arrancaba con la podredumbre inquietante que invadió a los vecinos del barrio de las Delicias tras el abandono y despedida a la francesa en un frutero que parecía «buena persona», según su arrendador, y que seguramente lo era antes de que el año enturbiara su carácter —vaya usted a saber la razón—. Lo cierto es que algo olía a podrido en las Delicias mientras la naturaleza, incapaz de ponerse en pausa, como las rotativas que esperan a Peláez, sacaba justo provecho del abandono y tomaba posesión de todas las frutas y sus azúcares; de todos los tubérculos y sus féculas.

Sin embargo, puede que siga oliendo a podrido en las Delicias, y ya no sería culpa de la fruta. Acaso tenga que ver la podredumbre manifiesta que reclama protagonismo por la desatención del centro de especialidades médicas, o el barbecho infinito en los rincones inabarcables de la treintena de hectáreas que se extienden entre los talleres amortizados de la Renfe y el histórico depósito de locomotoras; o, de igual modo, el desdén para el conjunto de Las Viudas, que precisa atención urgente desde hace tanto tiempo que hasta la palabra clama por un mantenimiento.

Y no es que yo no quisiera hablar de patos extranjeros que navegan por nuestras aguas territoriales luciendo pabellones de admirable multicolor. Lo que ocurre es que sin lentes apropiadas soy incapaz de distinguir al pato Lucas de un pato laqueado y que desde que Javier León de la Riva nos advirtió a todos los vallisoletanos del peligro que supondría el cruce sin razón de ser entre los patos funcionarios del Campo Grande —legitimados por concurso público de méritos y cualidades— con otros comunes y buscavidas, abandonados a su suerte en el cauce de la Esgueva y el Pisuerga por la vecindad, sin denominación de origen ni certificado de penales, ya no miro a los palmípedos con el candor que a todos nos acompaña desde que echábamos migas y trocitos de barquillo al estanque del Campo Grande.

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Ahora, ante sus aguas serenas, solo podemos subyugarnos con la contemplación de la garza que lleva unos cuantos años dominando el lugar, a veces desde la rama de uno de los árboles de la isleta, otras inmóvil, en la orilla, junto a la desembocadura del regato que alimenta el estanque; hermosa y perfecta, impecable y equilibrada, como si acabara de salir del horno de Lladró, hasta que de súbito bate sus alas con lentitud majestuosa y clava su cabeza en el espejo del agua entre el susto de los patos, para verla desaparecer después con un alma de plata pinzada en el pico, no sin alivio porque, un día más, no es la nuestra.

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