Ibarrola
Crónica del manicomio

Minisuicidios

«Es inaudita la capacidad que desarrollamos para hacernos daño voluntariamente. Y, lo que aún es peor, para proyectar de inmediato esa acción en los demás y quejarnos del dolor que nos infringen»

Fernando Colina

Valladolid

Viernes, 27 de octubre 2023, 00:30

Fiel a las ideas de su tiempo, Cicerón se hacía la siguiente pregunta: «¿Cómo es posible comprender ni imaginar que exista algún animal que se ... odie a sí mismo?». Pues bien, somos ese animal. Es inaudita la capacidad que desarrollamos para hacernos daño voluntariamente. Y, lo que aún es peor, para proyectar de inmediato esa acción en los demás y quejarnos del dolor que nos infringen.

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Hoy se habla mucho del suicidio, pero poco de las múltiples figuras de minisuicidios. El suicidio posee una larga historia en torno al juicio que ha recibido en cada época. En la Antigüedad fue el acto libre por excelencia, con el cristianismo pasó a ser un pecado, se volvió más adelante un delito, de lesa humanidad, majestad o divinidad, para acabar convertido actualmente en una enfermedad.

El paradigma de la enfermedad hoy centra todas las explicaciones. Cualquier malestar psíquico, tropiezo emocional o extrañeza mental es diagnosticado de inmediato, tratado como una enfermedad y puesto de este modo a salvo de cualquier responsabilidad personal. El sujeto etiquetado con un diagnóstico tiene la seguridad de que la culpa es del cuerpo o del virus, no del alma singular de cada uno. Así se entiende hoy la depresión, la angustia, la hiperactividad del niño, el autismo, la locura y, cómo no, el suicidio. Si le queremos prevenir, tal y como defienden los gobiernos y la sociedad civil, necesitamos más psicólogos y médicos que curen esa enfermedad, antes que promover otras condiciones de vida más justas y libres, menos explotadoras y menos segregacionistas que reduzcan la tasa de suicidios a la mitad.

Son legión las pruebas que cada uno de nosotros da de masoquismo. Nos castigamos con fruición. Nos ponemos zancadillas de continuo. Nos golpeamos el pecho con dolor y con frecuencia recurrimos más al sufrimiento que al placer para atraer a los demás a nuestra causa. Sufro luego tengo derecho a que me quieran, canturrean las almas débiles. Hay quien necesita autoflagelarse y compadecerse para tener acceso a los demás como, en dirección contraria, hay quien no sabe acercarse al corazón ajeno sin rasparlo o dañarlo en el encuentro.

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Los malos cuidados recibidos en la infancia, ya sea por escasos, tortuosos o incoherentes –hoy mucho y mañana nada o poco–, crean el hábito funesto de acompañar con daño y dolor la presencia del otro. Y de esa ecuación se deduce que, para sentir el cariño ajeno ya de adulto, solo se logra con perjuicio y menosprecio de uno mismo, alienado en el sacrificio. Nos cuesta mucho explicar los mecanismos de la vergüenza ajena, y mucho más explicarnos cómo y porqué sentimos culpa ajena o tristeza ajena. Pensemos hoy en los minisuicidios continuos como cauce explicativo.

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