Tomarse a sí mismo como objeto de estudio es una decisión acertada, y si no la cultivamos más es porque conlleva alternativas confusas y muchos ... obstáculos. Un buen ejemplo del riesgo lo ofrecen las personas reservadas, que nunca hablan de sí para evitar darse de bruces con sus defectos, su identidad de pacotilla o sus pocas luces. Una amenaza distinta opera en sentido contrario y revela al narcisista expansivo y espontáneo que ensancha su punto de vista y que mire donde mire siempre encuentra su propio yo en primer plano. Y esto último cabe hacerlo con dos estilos muy distintos, o adulándose de continuo o recurriendo a la hipocondría aprensiva. De uno decimos que está encantado de conocerse y del otro que disfruta revolcándose entre reconocimientos médicos, quejas y presentimientos aciagos. Hablar de enfermedades es el modo más socorrido y falso que disponemos para robar espacio a los demás. Pavonearse y mortificarse vienen a coincidir en cuanto a egotismo y vanidad. Hay quien presume de dolencias y operaciones como los hay que viven infatuados.
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Como se ve, ya desde el primer contacto con el asunto descubrimos que la autobservación se llena de subidas y bajadas, de contradicciones y direcciones cruzadas. A los extraños los conocemos bajo la imagen de nuestra propia lente, pero a nosotros mismos nos vemos a través de un caleidoscopio vertiginoso y desfigurado. Son tantas las justificaciones, argucias, oscuridades y deformaciones con que enjuiciamos nuestro interior, que cada vez que movemos los ojos la visión se vuelve distinta y crea una policromada confusión.
Lo que cabe concluir, en suma, es que nada es más difícil de conocer que las tripas de cada uno. Con razón la máxima socrática sobre «conócete a ti mismo» permanece vigente a lo largo de los siglos. Bien es cierto que cada época la rellena de un modo distinto, pero el objetivo y la dirección permanecen incólumes. En la época clásica conocerse equivalía a controlar las pasiones, a moderarse y a repetirse los principios morales como una letanía insistente. La meditación consistía en evocar las reglas de conducta que debía seguir cualquier hombre para ser digno, sereno, racional y ejemplo ciudadano. En cambio, hoy en día, conocerse es un ejercicio de introspección para calibrar la verdad de nuestros deseos, su posible desviación y las oscuridades y autoengaños con que nos disfrazamos.
En cualquier caso, permanecemos como primer objetivo ético en todas las etapas de la historia. Por mucho que avance la ciencia o mejoren las redes y los algoritmos abstractos, la felicidad no depende tanto del progreso sino de la receta intemporal de Agustín: «No mires fuera, en el interior del hombre habita la verdad».
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En estos tiempos, cuando la información domina a la reflexión y el afuera se impone a cualquier atisbo de intimidad, no viene mal recuperarse, volver sobre uno y completar el pensamiento observándose por dentro. Si seguimos las ideas de Hannah Arendt, no habría mejor reconstituyente para evitar el rebrote fascista que asola las mentes en este momento. Pensar, en definitiva, es tarea de funambulistas. Si se quiere pensar de modo auténtico y no limitarse a conocer las cosas con inteligencia o a entender con presteza las trampas de la vida, que son funciones que enriquecen el espíritu pero no bastan para elevarlo, hay que dar una voltereta sobre si y escrutar y repasar de nuevo cuanto se haya dicho. Conviene filtrarse de cuando en cuando y hacerlo con esmero.
En uno de los 'Cuadernos' de Valéry leemos una frase que brilla con luz propia y sintetiza de modo inmejorable esta función reflexiva que corona al sabio: «Hay en mí un imbécil, y necesito aprovecharme de sus fallos». Distanciarse de uno mismo y sacar rédito de los propios errores es lo que desde siempre hemos llamado sabiduría. Cambie lo que cambie el régimen de verdad y posverdad, ningún relato superará al del imbécil que sabe extraer beneficios de su necedad.
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