La violencia machista se ha cobrado este último fin de semana, de nuevo aciago, la vida de cuatro mujeres, lo que eleva las víctimas mortales a 12, entre ellas dos menores, en apenas quince días. Si todo feminicidio debe asumirse como una catástrofe colectiva, semejante cadencia en lo que va de verano resulta tan insufrible que exige no solo la reunión del comité de crisis que se activa ante repuntes comparables de los asesinatos sexistas. Es preciso que los poderes concernidos aquilaten sus mensajes para que no cunda un fatalismo que lleve a creer que esta sangría cotidiana es incontenible. Y si el análisis de los crímenes sobre los que se desconocían amenazas o malos tratos previos resulta comprensiblemente compleja, urge aclarar por qué el sistema no termina de blindar a las víctimas que, como la joven asesinada el sábado en la localidad valenciana de Buñol, estaba dotada del cobijo protector de VioGén. No cabe nada más pernicioso ante la persistencia del horror y para el combate de todos que precisa su erradicación que se desplieguen medios y recursos y estos no sean plenamente eficaces. Porque las fallas, institucionales y sociales, permiten que los agresores sieguen la vida de nuestras conciudadanas.
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