El deseo es el operador más inteligente que tenemos. Hasta no hace mucho, la opinión general le adscribía al mundo emocional, o al irracional si ... preferimos este término. Pero poco a poco hemos ido reconociendo su sabiduría y aceptando su conocimiento.
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Es cierto que Pascal se aproximó a esta idea cuando sostuvo que el corazón tiene razones que la razón desconoce. Pero hablaba más de razones que de razonamiento. Más de motivos de conducta que de operaciones del entendimiento. Sin embargo, ahora asumimos con más facilidad la opinión de que para conocer a los demás nada mejor que el ingenio y la perspicacia de nuestro propio deseo. Es nuestro deseo el que, con su saber, interpreta y abre los corazones ajenos.
Para alcanzar esta sabiduría y aprender a ejercer eso que llamamos buen vivir hay que ser un buen cerrajero. Si manejas las llaves oportunas entras fácilmente en el alma de los demás y observas cómo se superponen y estructuran sus deseos. Pero, en especial, aprendes las trampas con que el otro se engaña a sí mismo y oculta lo que no le gusta ni interesa.
Compruebas, en este caso, que el corazón humano está lleno de disfraces, mentiras e inventos con los que difumina la moral y adultera el juicio. No hay mayor mentiroso que el que se autoengaña, pues a nadie mentimos más que a nuestro testigo interno. Algo así vino a decir Freud, si resumimos de una tacada sus conclusiones. Pese a su aura de emotividad, el deseo es una inteligencia precisa y a veces exacta. Pero con frecuencia se atrofia o se estanca. Pierde su lucidez y deduce de forma torcida o atropellada. Como muestra de un deseo algo idiota e ignorante cito, sin ir más lejos, a quien confunde una declaración de homosexualidad con un acto homosexual directo.
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Pensemos, por ejemplo, en esa homofobia tenue pero general que caracteriza a la sociedad heteropatriarcal. Es habitual aún en su seno, al menos en ciertos ambientes, que se piense en el homosexual como alguien promiscuo, invasor y dispuesto en cualquier momento a asaltarle a uno al cuello genital. Cosa que no pensamos del heterosexual, que incluso nos gustaría que fuera más atrevido y nos mostrara con más descaro su carga de erotismo.
Si el rechazo del homosexual por parte de algunos hombres llega hasta a ese extremo, y de cualquiera que se identifique ante nosotros como gay se espera que nos acose e incluso que nos conquiste, hay que pensar que el deseo de ese ciudadano ha perdido la perspicacia e intuición mínima que debemos esperar de cualquier sujeto. Estamos ante un deseo menguado, antojadizo y, lo que es peor, intelectualmente tarado. Cuando el deseo pierde su astucia y su ingenio, deja de conocer al prójimo y se dispone a ofender y humillar a los demás para controlar el miedo.
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