Cazadores de virus
«Los virólogos son los héroes de una nueva era. La biografía de estos hombres de ciencia, místicos y taciturnos encerrados en su laboratorio, es a veces emocionante y casi siempre secreta»
El día en que Maradona ascendió al cielo, se oyó la voz de un dios misterioso en todos los estadios, vacíos por culpa de un ... virus, donde él oficiaba el rito de un delirio colectivo. Debió ser el eco de aquella tarde estruendosa, 5 de julio de 1984 en el Estadio San Paolo de Nápoles, cuando el más grande genio del fútbol descendió del cielo en helicóptero, un clamor desmedido de 76.000 tifosi que agradecían a San Genaro entregarles al ídolo glorioso. Ese día en la apoteosis de aquella ciudad italiana, «Babilonia sin salida al mar, tan mística como pagana» según el escritor Jimmy Burns, encontró el argentino su pecado y también su sacramento. Hay ruidos y susurros que permanecen amarrados a la memoria no se sabe con qué crédito o jactancia escondida: «c'ero anch'i», he repetido muchas veces desde entonces ese mantra con el que millones de napolitanos certifican su devoción al ídolo caído, cuyos goles nunca fueron equivocación del árbitro, sino la secuela de una revolución por él inventada.
El día en que Maradona decidió abandonar su olimpo pagano, el virus del fútbol galopaba junto al otro que atenaza a medio mundo y también al popular barrio napolitano de Los Españoles, cuyas paredes deshojadas conservan los grafiti de aquella aparición y su desenlace: «Maradona dio», «Adio Maradona» gritan ellos desde los muros. «Rey inmortal, tu estandarte nunca dejará de ondear» han escrito hoy allí los ultras, dando noticia de su pasión eterna con ese verso sacado quizás de algún cántico del poeta Dante. Así es su héroe, desde la miseria urbana y las alcantarillas de la camorra hasta el premio de su gloria celestial.
El día en que Maradona se marchó en silencio, la Tierra siguió girando espoleada por el abatimiento de sus adoradores y el esfuerzo de los peritos de otros virus, los científicos que, encerrados en sus laboratorios, pretenden frenar cuanto antes y hacer más corta la galopada del covid-19. Desde el Centro de Infección e Inmunidad de la Universidad de Columbia, a donde le llegan muestras de animales de todo el mundo para analizar el origen y el peligro de nuevos virus, el epidemiólogo Ian Lipkin avisa de un riesgo que para él es una obviedad: «como ha ocurrido antes con la mayor parte de los virus que conocemos (casi un millón), habremos de vivir el resto de nuestras vidas con este coronavirus, han de vacunarse los recién nacidos y daremos dosis adicionales de recuerdo a los ya vacunados».
El día en que regresó Maradona desde la Tierra a su cielo, la estrella del día en la bolsa de Wall Street fue la empresa estadounidense de biotecnología Moderna, que en menos de tres meses ha duplicado el valor de su cotización gracias a su vacuna del coronavirus, remedio de alta eficacia y escaso riesgo. La victoria científica en esa batalla contra el virus que paraliza la vida cotidiana y frena la economía mundial depende sólo de esa vacuna y de la capacidad de los gobiernos para acorralar cuanto antes la pandemia, sostiene Ian Lipkin cuya reputación de experto «cazador de virus» ha crecido, como la bolsa, gracias a la aplicación veloz de sus métodos innovadores para identificar nuevos gérmenes.
Los virólogos son los héroes de una nueva era. La biografía de estos hombres de ciencia, místicos y taciturnos encerrados en su laboratorio, es a veces emocionante y casi siempre secreta. El Dr. Lipkin, el antropólogo que se convirtió en médico epidemiólogo para identificar durante dos décadas en su laboratorio a más de 1500 virus del mundo entero, imaginó hace nueve años la posible crónica de una pandemia mundial provocada por un virus incubado en algún lugar ignoto de China. Él asesoró al director de cine Steven Soderbergh en la película «Contagio», versión profética de una pandemia semejante a la que ahora sacude al mundo entero. La cadena del contagio arranca en un bosque plagado de murciélagos y alcanza las salas de juego de un casino de Hong Kong, donde se identificó al 'paciente cero' del filme. Un enredo de engaños, espionajes y secuestros, desemboca en el gran negocio de una vacuna capaz de resolver una crisis sanitaria a escala mundial que se cobró la vida de veintiséis millones de personas.
Diez años más tarde, aquella ficción se hizo realidad. En una entrevista secreta a principios de febrero de este año, Ian Lipkin tuvo la primera noticia confidencial del virus Covid-19 durante una cena en Beijing con George Gao, director del Centro para el Control y la Prevención de Enfermedades de China. Éste le mostró en su teléfono móvil fotografías de roedores muertos encontrados en un mercado de Wuhan y culpó a la venta clandestina de animales silvestre. –«George Gao creía que nosotros investigábamos otro origen de esa transmisión del virus, una colonia de ratas, lo cual desmentía su teoría», declaró el Dr. Lipkin al New York Times. La OMS ha ordenado al fin una investigación de urgencia para determinar el origen de la pandemia.
A pesar de la irritación del gobierno chino por las denuncias atronadoras del presidente Donald Trump, ambos científicos de uno y otro continente respetan la ética en su trabajo. Ian Lipkin abandonó la antropología cultural porque «la simple información sobre mitos y rituales no ofrece nada útil a la ciencia»; como su colega George Gao, él pretende aplicar la antropología médica para resolver el viejo dilema del equilibrio las especies animales y el hombre que cohabitan la Tierra. Ese es el gran dilema.
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