Catedrático Enrique Berzal
«Enrique se hace media maratón en ayunas mientras va pensando en el pacto Ribbentrop-Mólotov»
Hay gente que nace daltónica, estrábica o disléxica. Otros nacen con los pies unidos por una membrana –creo que se llama sindactilia– e incluso con ... los ojos cerrados, como Thom Yorke, el de Radiohead. Bien, Enrique Berzal nació profesor. Cuando la matrona lo puso en brazos de su madre le dijo: «Enhorabuena, señora. Ha tenido usted un académico». Supongo que en esa misma escena Enrique estaría tomando notas de su propio nacimiento y buscando apoyo documental para poder contarlo después con rigor. Siempre el rigor, el maldito rigor. Me tiene un poco hasta las narices el rigor. Contar la Historia –la de los libros y la de las plazas– exige la misma paciencia que perseguir una noticia: buscar el dato exacto, contrastar una fecha o desenredar un rumor de archivo. Todo ello tiene algo de callejón periodístico, de café frío y de horas muertas mirando un microfilm que se atasca. Pero mucho más si no hablamos de Fernando III sino de la historia que se está haciendo ahora, delante de nuestras narices, en directo. La diferencia es que él necesita un método y un proceso muy definido y yo no. El periodista corre contra el cierre; el historiador contra el olvido. El primero se desespera porque la fuente no contesta al teléfono; el otro porque el legajo no aparece en el inventario. Y Enrique, que es las dos cosas, lucha contra todo a la vez, como esos guerreros que aparecen en las películas matando orcos con una espada bastarda en cada mano. El tipo lo hace, además, a toda velocidad, porque Berzal es un historiador en el cuerpo de un triatleta. Yo, las pocas veces en mi vida que he corrido, lo hacía pensando en aguantar, en no caerme al suelo, en mantener mis constantes vitales y en no tener que pasar por la vergüenza de pedir un taxi para que me fuera a buscar a la cuesta esa de Michelín y poder volver al centro. Pero Enrique es otra cosa. Enrique se hace media maratón en ayunas mientras va pensando en el pacto Ribbentrop-Mólotov. A mí a veces me agobia, me lo encuentro por el barrio a las siete de la mañana y mientras yo no he sido capaz ni de hacerme un café el tipo ya ha batido un par de plusmarcas personales y repasado un discurso de Adenauer. Y luego su obra, claro. Enrique ha escrito más libros de los que yo he leído. Y he leído unos cuántos. Los escribe, además, como quien hace un sudoku, con esa soltura de Premio Nobel de Química repasando con su sobrino la valencia del fósforo. Habla del siglo XIX, XX y XXI como si hablara del último capítulo de 'The White Lotus'. Especialmente si tiene que ver con Valladolid: lo tiene todo en la cabeza. Aunque eso ya lo saben. Igual que cuando en una frase en latín ves un acusativo y buscas cerca el verbo que lo gobierne, Berzal ve las causas y las consecuencias de lo que sucede en un movimiento de cuello, como si viera toda la Historia a la vez en un mismo cuadro de El Bosco; es capaz de encontrar las raíces de lo que nos sucede y sabe a dónde irán a parar las ramas del árbol como si tuviera todas las claves en la cabeza, como un jugador de póker haciendo cálculos de probabilidades con una mirada. Como si la Historia no solo se estuviera haciendo, sino que él tuviera la suerte de verla y la obligación de contarla.
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Pero todo eso no es lo más importante. Porque, por si no ha quedado claro, Enrique es mi amigo. El pasado miércoles día 10 de septiembre, Enrique fue nombrado catedrático de Historia Contemporánea. Lo hizo, además, con la máxima calificación posible: cien puntos. Lo sentí como si hubiera sido yo mismo el que lo hubiera conseguido. Lo celebré, me alegré profundamente y si no le llevé en hombros al Wellington fue porque no quiso. Porque la noticia no solo es buena; también es justa. Días antes, comiendo con él, le pregunté cuáles eran los criterios y me los contó, pero solo recuerdo uno: la transferencia de conocimiento. Y ahí me tocó un poco el corazón. Porque si alguien transfiere conocimiento en el mundo, ese es mi amigo Enrique. He acudido a él en numerosas ocasiones. A veces con dudas, a veces buscando consejo; a veces a por fuentes, otras a por bibliografía, pero la mayor parte de las veces solo con ideas peregrinas, con hallazgos que creía geniales y que no lo eran tanto o buscando orientación de cualquier tipo. Enrique no falla nunca. De algún modo parece que Enrique acepta con naturalidad que es profesor siempre, que el suyo no es un trabajo de ocho horas sino una vocación de veinticuatro. Y que esa transferencia de conocimiento no es un parámetro frío y evaluable sino la razón última de su existencia. Hay un sacerdocio ahí, un compromiso profundo con los demás, una entrega generosa a todo aquel que quiera saber. Y yo no logro encontrar las palabras para contar lo orgulloso que me siento y cómo de profundo es mi agradecimiento.
Porque Enrique te trata como si tú supieras tanto como él. Yo antes de verle estudio para no decepcionarle y que no se dé cuenta de que, en realidad, soy un zote. En cualquier caso, hay un respeto enorme en su manera de enseñar: como todo aquel que vale la pena, Berzal es capaz de ponerse siempre al nivel de su interlocutor, sea el que sea. Sin sarcasmos, sin agresividad y sin ese mediocre afán de brillar que tienen los tontos y los inseguros. Al contrario, Enrique acude con humildad, dejando la puerta abierta a aprender y haciendo todo lo anterior con una tranquilidad que me pone muy nervioso. Porque de tanto correr yo creo que tiene el pulso de Indurain. Y sonríe como sonríe la gente que no solo tiene un don sino además la capacidad de vivir entregando los frutos de ese don, como si no les pertenecieran. Como si solo fuera un médium, como un músico, un poeta o un arzobispo. No creo que haya mucha gente en España con una capacidad de trabajo y de divulgación tan grande como Enrique. Y con una manera de conectar tan humana, tan cierta y tan honesta.
Recuerdo el día que lo conocí. Fue en el Círculo de Recreo y me preguntó sobre mi manera de escribir. Por algún motivo le resultaba interesante la manera en la que me mostraba a pecho descubierto y sin demasiados filtros. Eso fue hace unos años y, desde entonces, no he hecho otra cosa que escribir, a veces con más luz y a veces con más sombra. He ganado algunos premios, he vendido algunos libros y he cometido muchos errores. Pero, sobre todo, he ganado algunos amigos y eso ha sido lo más importante. Uno de ellos es él. Entonces era profesor; hoy es catedrático. No sé dónde le llevará el tiempo, pero sea donde sea, espero no estar demasiado lejos. Porque yo no sé qué dijo mi matrona cuando nací, pero sé cuál es mi lugar: para que haya profesores, tiene que haber alumnos. Y, de todos modos, alguien tiene que quedarse de guardia para hacer la crónica al cronista.
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