Aunque resulte paradójico, o suene a chiste, a la Castilla vacía no se le escapa una. Almacena tanto silencio, tanta quietud y tantos minutos de ... paciencia que todo indiano recién llegado hallará ojos tras un cuarterón entreabierto, o parapetados detrás de la cortina de un portón, o a la sombra de una acacia, estos ya sin disimulo, que lo observen.
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Los indianos nunca llegan en coche de línea, o en taxi. Lo hacen en vehículos particulares importados -no ya de otro país, sino de otro mundo-; de colores, a su vez, de otra paleta, como si el caballero de la mano en el pecho se colara de rondón por uno de los cartones de Goya. Entran despacio a la plaza explanada, antes de tierra seca y guijarros hasta que los últimos fondos europeos, tal y como luce orgulloso un cartel descolorido, la adoquinaron. La transitan como si el auto de llantas cromadas fuera un animal buscando el lugar perfecto para tumbarse, mientras hociquea cada recoveco y calcula el rincón que albergará sombra. El susurro del motor híbrido insiste en propagar su murmullo, como un redoble tecnológico, hasta que los vecinos menos curiosos se hayan desperezado. El coche se detendrá al fin aunque nadie, de momento, salga de él.
Desde los tiempos de Valle Inclán es tradición que los indianos -antaño-, o sus descendientes -hogaño-, aparezcan sin previo aviso durante la siesta, acaso por los aires americanos de Comala que acaban disfrazando cualquier pueblo en ese ínterin, a pesar de tratarse de una hora mucho más indiscreta que la de la mañana, con su menguante bullicio.
Quizás lo hagan con esa intención, para tomarle el pulso, como si fuese una criatura dormida; acercar el oído sin miedo y escuchar el ritmo sereno de su aliento: «¿Cómo respira ahora mi pueblo, o el pueblo de mi abuelo?», se preguntarán. «¿Sigue agitado y levantisco, como el día en que mi apellido huyó de madrugada?», o «¿Continúa agonizante, como la mañana en que mi saga emigró entre sollozos con cuatro duros ocultos en el dobladillo?». O quizás lo hagan, precisamente, por eso: para despertar a sus fantasmas y advertirles de su presencia.
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El indiano no sabe si este pueblo es el mismo que dejó su familia o ha cambiado. Tantea las señales que aún reconoce en su memoria, o en el legado de recuerdos familiares. Mide los cambios y busca algún vínculo que permita el brote de una filiación sentimental o la constatación de un odio amortizado al fin; cualquier cosa capaz de ahuyentar una natural y comprensible indiferencia. Pero lo que no sabe el indiano, o no sospecha de momento, es que el pueblo hace exactamente lo mismo. En su quietud, en su vigilia, observa la llegada de una criatura que acaso los ha paseado por el mundo; un ejemplo de su potencial valía, una esperanza.
Y si hace décadas llegó a ser cotidiano el regreso triunfal de algunos hijos de esta tierra que hicieron algo de fortuna y regresaron con la barbilla alta para invertir y procurar entre sus vecinos, ¿cómo no habría ahora de intentar garrapiñarse el paraíso de las almendras —y su provincia entera— con el hombre más acaudalado del planeta?
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A uno de nuestros polígonos vendidos en oferta le va a salir una bendita actividad que es, simultáneamente, vida y muerte del comercio; veneno y antídoto para nuestro porvenir. El indiano artífice de todo ello no se ha dejado ver, no sale del vehículo; aún no sabemos si el legado de sus recuerdos familiares habrá de disipar una lógica y razonable indiferencia, aunque él haya sido ya capaz de despertar la curiosidad de todo nuestro pueblo que observa durante esta hora insomne e interminable de la siesta que nos está tocando vivir.
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