Atentar contra el arte
«¿Por qué atentar contra la «belleza» o lo que pasa por serlo? ¿No resultaría más revolucionario e inteligente cuestionar los criterios y conceptos por los que se preservan unas obras y no otras, se selecciona a tales y no cuales creadores?»
El ataque sistemático a obras de arte en pro de un activismo ecologista que pretende llamar la atención sobre el cambio climático puede ser interpretado ... de muy distinta manera: como una suerte de «barbarie cultural» –para unos– o como un «asunto de vital importancia» –para otros–. Y, de hecho, este punto se está convirtiendo en una corriente o –casi– «moda» muy comentada en los medios, lo que –para muchos de sus partidarios– justificaría ya –de por sí– tales actos; pues contribuiría a concienciar a la población mundial sobre los peligros que amenazan al planeta. Lo que no ha de negarse: porque es verdad que existe un riesgo global fomentado por el desarrollo autodestructivo y sin límites que afectaría directamente a la tierra. Ese tipo de presunto o cuestionable «progreso» que –principalmente en los tres últimos siglos– ha llevado a determinados círculos económicos de poder (y a los políticos que les han amparado) a producir un impacto negativo –y a menudo irreparable– en la naturaleza.
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Pero debe aclararse que hay dos cuestiones frecuentemente olvidadas por cierto ecologismo militante: no «todos» somos responsables de esas actitudes (más bien quienes las sufrimos); y, por las mismas razones que no «toda» la humanidad es culpable de la explotación excesiva de su entorno, tampoco cualquier acción humana respecto a él ha de resultar –o ser juzgada como– perniciosa para el medio natural. En demasiadas ocasiones, la legítima y necesaria preocupación por el planeta parece adquirir las características de una creencia religiosa: según esta, todo lo que harían los humanos sobre la tierra es inevitablemente malo para ella; y ningún humano escaparía a la maldición de constituir un elemento peligroso en cuanto al sostenimiento de su equilibrio y armonía.
Volviendo al meollo del activismo climático, cabe considerar tres objeciones acerca de su pertinencia y utilidad: la primera atañe al lugar, pues sorprende que haya elegido los «museos» como escenario; ¿por qué centrarse en desarrollar sus protestas en un ámbito concebido para conservar y exhibir las obras tenidas como excelentes –desde un punto de vista estético– del ser humano? ¿No sería más eficaz y directo ejecutarlas en los centros de poder e instituciones internacionales cuya responsabilidad en relación con las decisiones sobre estos temas es mucho mayor y más evidente?
La segunda objeción tiene que ver con el medio empleado: ¿por qué «destruir» lo que ya –con razón o sin ella– se encuentra allí guardado? ¿No parecería más imaginativo e interesante desplegar instalaciones o intervenciones inocuas alrededor de las obras de arte? Vallas, señales, envoltorios –que no las toquen ni perjudiquen– valdrían para expresar lo mismo.
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Y, por fin, el objetivo: ¿por qué atentar contra la «belleza» o lo que pasa por serlo? ¿No resultaría más revolucionario e inteligente cuestionar los criterios y conceptos por los que se preservan unas obras y no otras, se selecciona a tales y no cuales creadores, etcétera? ¿De qué modo hacerlo? Añadiendo, nunca quitando. Por ejemplo, introduciendo en las salas imágenes u objetos relativos a la naturaleza que cuestionen las propias ideas de arte y de belleza. Así, hay troncos o incluso formas (como las de determinadas calabazas), plantas y árboles que son esculturas naturales. Puesto que entrar en los entendidos como templos del conocimiento o de la estética, amagar contra las obras contenidas en ellos y, en suma, dar la impresión de que se «destruye el saber o la belleza» remite a los peores episodios del pasado de la humanidad: a la quema de libros, de bibliotecas, de iglesias, de catedrales, de retablos, de parlamentos, de palacios; a los daños efectuados contra las hermosas ciudades, construcciones y estatuas del mundo antiguo…
Todo ello, como el señalar (aunque sea arbitrariamente) qué piezas van a ser asaltadas –de Leonardo, Van Gogh, Monet, Velázquez, Picasso o Warhol–, se identifica con una sola palabra: barbarie. Porque la Historia nos enseña que se empieza señalando libros u obras de arte y se acaba apuntando a las personas. Y que etiquetar ideológicamente también conduce al odio y a la destrucción.
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