Asalto a Ceuta
«España tiene la responsabilidad histórica de lidiar esta batalla diplomática con sus escasas armas y el apoyo de la Unión Europea en favor de esa gente desamparada en el desierto»
Con la cadencia fija marcada por el reloj arcaico de una diplomacia ladina, nuestro vecino musulmán del sur, el Reino de Marruecos, agita de nuevo ... la frontera africana de otra ciudad codiciada en sus planes de anexión, aunque española desde hace más de cuatro siglos. Ese resorte del chantaje lo activa un régimen teocrático y corrupto que utiliza su poder absoluto para encender una cruzada patriótica con la desesperación de sus ciudadanos más pobres, cegados ellos por la quimera cocida en su mente día tras día desde el otro lado de las alambradas. Ceuta fue asaltada esta semana por una oleada de jóvenes y niños que se echaron al mar con la candidez del soñador, víctima de una obsesión colectiva estimulada por un gobierno sátrapa.
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Hace más de seis siglos, el veintiuno de agosto de 1415, una armada portuguesa conquistó Ceuta en pocas horas. Cuenta en su crónica González de Zuara que la flota portuguesa del Infante Henrique desembarcó en la playa de San Amaro y, sin usar la artillería, sus ocho mil infantes ganaron la plaza a golpe de espada derribando triunfadores la Puerta de la Almina. Los ocho mil asaltantes de esta semana llegaban nadando exhaustos a la playa del Tarajal, recibieron asistencia del supuesto enemigo y retornaron en triste retirada protegidos por la legalidad internacional que protege a los más débiles. La historia muestra a veces sobre el mismo escenario, aunque con distinto argumento, la gloria y la miseria de las ambiciones humanas.
El hostigamiento de las ciudades españolas reivindicadas por Marruecos es ya el argumento inagotable de esa larga crónica que se inauguró con una guerra sin cañones entre España y Marruecos, durante la llamada Marcha Verde en noviembre de 1975, cuando España se vio obligada a firmar el Acuerdo para su inmediata retirada de la colonia del Sahara Occidental. El sainete de la ocupación del islote de Perejil por un comando de la gendarmería marroquí, en el verano del año 2002, anunció la nueva estrategia bufa y populista que el poder dictatorial del Rey de Marruecos ejerce desde entonces en este litigio, con la arrogancia de un monarca absolutista, Padre de todos los Creyentes y dueño material y espiritual de su país.
Como ahora Ceuta, Melilla fue ciudad sitiada durante una semana en agosto del 2010. Los militantes del Comité marroquí para la Liberación de los territorios ocupados por España cortaron entonces el paso a los convoyes de suministros vitales para la ciudad. Se cerró la aduana por orden superior y los policías miraron para otra parte con la misma pasividad y obediencia interesada que practican cuando en el puerto de Tánger se cuelan de noche en los bajos de camiones y autobuses los clandestinos, que llegarán a Algeciras en los ferris a la mañana siguiente. Ese Comité de fanáticos irrendentistas del Gran Marruecos se disolvió cuatro años más tarde alegando que sus acciones rápidas, de gran repercusión mediática, «no habían logrado despertar al pueblo para recuperar la soberanía de Ceuta y Melilla».
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El Gobierno marroquí había colaborado poco antes con las autoridades españolas para desalojar del islote Perejil a un comando de aquel Comité regido desde la sombra por el Partido Liberal, partidario de acabar la guerra contra el Polisario y recuperar para el Reino de Marruecos el territorio del antiguo Sahara Occidental concediéndole un amplio estatuto de autonomía. Desde entonces, el acoso a esas dos ciudades españolas es un asunto de exclusiva potestad de Mohamed VI, gestionado con una diplomacia agresiva y taimada, estimulado por el adoctrinamiento patriótico del pueblo, sacralizado y guiado por el monarca, incendiado con la impuesta movilización popular y controlado desde la sombra por los servicios secretos y el espionaje de la Corona alauí.
La reivindicación marroquí de las plazas españolas de Ceuta y Melilla es de escasa legitimidad, y se hace ya insoportable el deshonesto ardid rayano en el chantaje con el que sus gobernantes pretenden cobrar esos territorios, como una presa que ya se huele, echando leña al fuego en la hoguera del Sahara Occidental. Esa política artera pone de manifiesto ahora un crimen humanitario, el del gobierno de un país musulmán presidido por un monarca con título de 'Comendador de todos los Creyentes' que envía a centenares de adolescentes en misión de asalto y ocupación, niños desnudos, hambrientos, exhaustos y seducidos por una falsa promesa. Un hadiz, proverbio adjudicado al profeta Mahoma, certifica que «todo creyente debe proteger a sus hijos y ser guardián de sus vidas».
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Medio siglo de desafíos marroquíes y la inútil dilación en la ONU para alcanzar un arreglo que respete la dignidad del pueblo saharaui es demasiado tiempo y lamentable fracaso de la comunidad internacional. España tiene la responsabilidad histórica de lidiar esta batalla diplomática con sus escasas armas y el apoyo de la Unión Europea en favor de esa gente desamparada en el desierto, que quizás habría merecido en aquel trance de su abandono español el cobijo de una nacionalidad doble, saharaui y española. El drama de los saharauis y de los adolescentes que llegaron esta semana a nado y tiritando a la playa del Tarajal no aparece jamás ni en los periódicos ni en la televisión de Marruecos. Me lo advirtió una tarde luminosa de primavera mi buen amigo Alí Raisuni, en el patio de su palacete morisco de Cheff Chauen, rememorando el drama de la expulsión de los moriscos: si hacemos del pasado un arma arrojadiza, nuestras ambiciones estremecerán las aguas del mar.
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