Resulta muy difícil vivir sin sobreponerse a la incredulidad. Pese a todas las loas con que adornamos el escepticismo, nos viene muy estrecho el traje ... de dudar. Si miramos detenidamente al cielo nos crece un dios para dar cuenta del infinito y mostrarnos la verdad, y si miramos al suelo pronto descubrimos un enemigo que nos arrastra por el mismo camino.
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Por si fuera poco, la vida no es tan sencilla ni la razón tan lineal. Quiero decir que no pocas veces el cielo se vuelve contra nosotros y nos amenaza con intenciones aviesas e inoportunas. Sin embargo, el temor a dios nunca fue una buena respuesta a estos peligros. Visto el miedo general, Epicuro defendió la importancia de no temer a los dioses para no emponzoñar la moral. Una enseñanza que intentaron completar los cristianos inventando un dios de concordia y amor, capaz de sacrificarse por todos nosotros.
Pero ya digo que nada es sencillo, y en nombre del dios del amor se han perpetrado matanzas sin reparos ni piedad. Dios no ha resultado tan amoroso ni tan pacífico. Sin embargo, está claro que antes cambiamos de dios y apostatamos que dejar de creer en él. Así que, arrastrados a ese trance, devueltos a ras de suelo con la mirada baja, allí donde el enemigo nos vigila y campa a sus anchas, estamos descubriendo que nadie nos quiere tanto como la naturaleza cuando la sabemos cuidar. La Tierra es ahora nuestro mejor aliado para evitarnos la incertidumbre de dudar. Es nuestro dios del presente. Lo importante, a lo largo del tiempo ha sido creer y hoy nos toca creer en lo natural.
La nueva religión mira por el medioambiente y su iglesia se ha vuelto más ecológica que teologal. Ha despertado una nueva moralidad que nos exige cuidar del otro mejorando su hábitat. Y junto a una religión, una iglesia y una nueva moral, necesitamos también de una clase social que defienda estos intereses y, de paso, su propio beneficio, si es que aspira a mantenerse como clase en un ambiente de lucha soterrada y sin cuartel.
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La nueva clase ecológica crece inexorable, animada por la inmensidad de la catástrofe que se anuncia. Una clase, por otra parte, que avanza en sentido transversal, como lo hace todo aquello que anima actualmente los cambios favorables de la sociedad. El hundimiento, cada vez más próximo, incita a olvidar los viejos valores de crecimiento y productividad. Ayuda a desentenderse de tanta servidumbre al capital, aunque el dinero encontrará pronto la manera de poner a su favor a este nuevo proletariado medioambiental, si es que no lo ha logrado ya.
Crece un nuevo materialismo, fundado en la defensa de los bienes naturales y la habitabilidad. Crece una solidaridad distinta que, al igual que hizo Marx, nos alienta para considerar a las personas según sus necesidades y no en orden a su capacidad. Pero que construye una política cuya liturgia borra las necesidades individuales para defender la necesidad general.
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