Ibarrola

El alma es inmortal

«Yo creo firmemente en la inmortalidad del alma. Ya lo he dicho. Estoy cada vez más convencido de que la identidad es un defecto. Un defecto grosero, además»

Fernando Colina

Valladolid

Viernes, 15 de abril 2022, 00:10

Yo creo firmemente que el alma es inmortal. Lo creo en especial desde que he entendido que el alma es queer, que no tiene identidad ... fija, sino cambiante, transitoria, fluida, fugaz. La resurrección con los mismos cuerpos, tal y como nos contaban en el colegio, era un cuento bonito, eficaz para satisfacción de los más crédulos, pero no era nada más que eso. Lo que permanecen son las ideas, los deseos, el pensamiento, pero no tú mismo ni tu cuerpo. Y mucho menos tu cuerpo sexual o sexuado –que no está clara la diferencia–. Pasar a otra vida con la misma orientación sexual que te definía, homo, hétero, bi o pansexual, y con el mismo género que te identificaba, cis, trans o no binario, es una utopía. Casi un engaño.

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Ni siquiera la metempsicosis, aquella doctrina, entre religiosa y filosófica, que admitía la reencarnación sucesiva del alma en otros cuerpos, prometía tanto. Bajo su creencia transmigratoria mantenías la inmortalidad, pero perdías tu cuerpo y tu identidad. Al fin y al cabo, la metempsicosis es el precursor más antiguo que conocemos de la teoría queer. El queer aspira a la posibilidad de cambiar su identidad sexual y a desinteresarse de la definición fija de su cuerpo. Lo que los antiguos metempsicóticos admitían más allá de la muerte, los queer de la neomodernidad lo intentan conseguir en el curso de la propia vida. Hasta ese ideal han llegado a fuerza de refinar y modular su crítica a cualquier estatismo.

Las ideas sobre el alma eterna me atraen. Yo creo firmemente en la inmortalidad del alma. Ya lo he dicho. Estoy cada vez más convencido de que la identidad es un defecto. Un defecto grosero, además. Es lógico, por lo tanto, que desaparezca, porque la naturaleza elimina todo lo defectuoso y macilento. El cuerpo y el yo son perecederos. El yo en especial. Es un artificio engreído e incongruente. Muchos de nuestros males vienen de la mano del yo, que a poco que se le elogie se hincha hasta explotar de suficiencia y vanidad. El yo sólo sirve para alardear. Es la principal barrera que nos separa de los demás. Incluso nos impide hablar con precisión, porque ocupa todo el campo verbal con su endiablada primera persona. Si quiero decir que entre el otro y este que escribe se interpone el yo, tengo que dar un rodeo o decir que entre el otro y yo se intercala el yo para separarnos, lo que podría causar confusión. Aquello que impide que dos personas que juntan sus cuerpos no acaben en una, como al parecer es la aspiración de Eros, no es la piel ni los huesos. Es el yo, que es incapaz de unirse a nadie. El yo es como una jaula. Nos sujeta la identidad, es cierto, pero a cambio nos condena a la soledad. Una vez que el yo hace cuerpo no hay modo de escapar.

Yo creo firmemente en la inmortalidad del alma, aunque su substancia sea una tenue onda o un protón intelectual. Pero en lo que ya no creo es en mi yo. En ningún yo.

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