Nos han vendido una milonga y algunos incautos han adquirido un maletín vacío. Un tocomocho rastrero consistente en denostar el conocimiento, la sabiduría, la aptitud ... o, sin complejines, el talento. Ladran algunos envolviéndose en banderas cosidas con retales de demagogia turbia. Vocean tratando de equilibrar fuerzas entre alguien que argumenta una afirmación y otro que se opone pretendiendo que su veredicto, cincelado sobre humo y vaguedades, valga lo mismo.
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Dicen que las lecciones magistrales han caído en desuso y no puedo estar más en desacuerdo, porque no es necesaria una tarima elevada o un anfiteatro lustroso para enseñar. Sobre todo cuando se ilustra con solidez, datos y experiencia. Lo contrario son predicamentos de mercachifle, crecepelo callejero para almas desesperadas. La bravata es el alimento de los borregos que siguen al rebaño. Se eleva el tono, se agita el brazo con un dedito señalando al norte y se arroja un discurso obtuso y caprichoso vestido de una seguridad presuntamente infalible. El oyente, al que le ponen barato el aplauso, compra la moto, se identifica con el desplante y la altanería y se enorgullece de que alguien le diga que vale mucho pese a que, en el tema que sea, le basten dos frases para mostrar su analfabetismo funcional. Y no, aquí no se está llamando tonto a nadie, pero yo no discuto con Chicote la elaboración de un marmitako igual que no trato de enseñar a Alcaraz cómo sujetar la raqueta en un revés. Y, aunque esté mal visto, ya es hora de decir que es frecuente encontrar en cualquier coloquio a alguien que sabe más que tú. Y no pasa nada. De hecho, es sano.
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Viene todo esto a cuento de que el pasado fin de semana participé de un ágora de erudición. Un encuentro de escritores de columna, novela, ensayo o verso. Y en el medio, un servidor. Como lo de 'Diez negritos', de Agatha Christie, pero al revés y siendo nueve, porque allí no se trataba de salir vivo, sino de hacerlo más enriquecido. Y gané yo, sin duda. Era el que llevaba menor bagaje al encuentro y, por tanto, el que más pudo absorber. Nos citó Pablo del Villar en un costado de Rueda; ofreció su vino de Oro de Castilla como tinta, sus viñedos como pergamino y nos dejó libres para charlar y escribir una escena estupenda durante una jornada de sábado. Y entre uvas y barricas se habló de todo menos de política, porque cada uno en su medio ya lo ha dicho todo. Se departió de la reina Juana, de monarcas donjuanes, de la educación que se diluye, de Bunbury, de noches de bohemia e ilusión y de no dejar pasar un soneto sin pulirlo hasta que sea un diamante. También de Garci, de Stanley Donen, de Pietro Germi y de aprovechar una visita al Archivo de Simancas como coartada para comer en la Casa del Arte.
La lluvia se adueñó de la tarde y fue testigo de debates imprevistos y conexiones regadas con anécdotas y verdejo. Y yo concluí que no es tan difícil entenderse y aprender si acudes a cualquier cita con humildad, prefiriendo atender a estar pendiente de dar una réplica resultona. Me apena que lo magistral rechine porque un puñado de mediocres hayan antepuesto sentirse bien en su torpeza a esforzarse por alcanzar más altas cotas. Preferí, antes que tratar de destacar cinco segundos en vano, escuchar a Calero hablar de Dreyer o los Cavia, a Sansón y Aganzo de Pepe Hierro, a Mostaza de Sanabria con pulso y brío o a Bruno Pardo pasar de Bigelow o Juan Del Val a la poesía. Me quedo con Úbeda uniendo a Calviño y Jane Austen, con Solano viajando de Dumas a Zorrilla o con Peláez, tan generoso como discreto, elevando a los altares cualquier texto de Nieto Jurado.
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«El suelo cascajoso produce magia en forma de racimos», dijo Pablo, y la unión de voluntades por cultivarse genera criterio y conciencia. Quizá sea cosa de meter en una bodega a los del alarido junto a otros que rebatan sus tesis con calma y compasión. Complicado. Cuando tus razones son azucarillos en un café aguado sólo queda el insulto y la deshumanización. Y gritar levantando el dedito, a ver si algún necio sin rumbo ni ganas de aprender te hace caso.
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