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El Norte
Míster Cipriano

Desfile en Paladium

«Tiempo atrás, fue una sala de fiestas que se transformaba, a gusto del consumidor, en salón de bodas, discoteca o una pasarela para desfiles colegiales»

Alfonso Niño

Valladolid

Jueves, 2 de octubre 2025, 07:05

Entra octubre y tenemos la tentación de decir que está todo el pescado vendido, que los días duran menos que la ilusión en la grada ... del José Zorrilla, que el cambio de hora es un dislate porque lo hemos leído en un artículo interesantísimo y repetidísimo y que hay que ponerse las pilas con reservar los restaurantes para Navidad que nos pilla el toro. Es cierto que todos andamos con el paso cambiado por hache o por be, que tenemos el mismo miedo a quedarnos pajarito por el biruji tontorrón que a sofocarnos con esos calores repentinos de otoño malparido. Pero yo, que suelo ir a contracorriente aunque sea por llevar la contraria, tengo por costumbre pasear por las tardes y dejar que el ocaso me agarre a media travesía entre las gafas de sol y la cazadora.

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En esas estaba ayer cuando mis pasos me llevaron hasta el principio de La Rubia. Para asombro de nadie que haya cumplido parecidos noviembres a los míos, la zona me bombardea con tal carga de nostalgia que hace que mis hombros pesen bastante más de lo acostumbrado. Allí, en el cine que llevaba el nombre del barrio, veía películas por toneladas gracias a aquellos programas dobles de precio pírrico. Allí se acababa la ciudad y se ponían los carruseles y tenderetes de las fiestas de San Mateo, con su Tiro Madrid, sus ahora perseguidos ponis, el cariñena con barquillo que todos nuestros abuelos nos dieron a probar y un sinfín de cosas suprimidas por ser perniciosas para la infancia, los adultos y la sociedad en general. Es curioso tanto interés en enseñarnos y tan poco en elaborar una ley educativa mínimamente decente y no la porquería por la que atraviesan nuestros jóvenes sin esfuerzo ni rigor.

El caso es que cerca, en un costado, hay un local enorme, ingente, que hoy es un gimnasio plagado de esforzados levantadores de pesas y un día, tiempo atrás, fue una sala de fiestas que se transformaba, a gusto del consumidor, en salón de bodas, discoteca o, que es a lo que voy, una pasarela para desfiles colegiales. Puede que algunos no hayan vivido esto en Paladium, así que se lo explico: se volvía del verano en ese momento en que estabas dejando de leer a Enid Blyton o Los Hollister y te interesabas más por la Superpop o Los 40 Principales. Y un día, después de una insulsa clase de Química, los pintones de 3º de BUP te decían que había una reunión para hacer un desfile. Se supone que esto se montaba para sacar dinero para un viaje de fin de curso que yo nunca vi ni de lejos, así que entiendo que la motivación sería lucir palmito. Los que tenían contactos iban a las tiendas a pedir que les dejaran ropa de diferentes estilos. Tras conseguir eso, que era lo principal, se comenzaba a ensayar pensando en emular a Mark Vanderloo o Linda Evangelista, pese a hacerlo con menos estilo que Santiago Segura pero mucha más chulería. Recuerdo que no debí pasar el corte de belleza, porque me pusieron de presentador. Creo que tuvo que ver que mi tío me podía prestar un esmoquin, que no me daba vergüenza estar hora y pico hablando por el micro y que entonces ya tenía la cara igual de dura que ahora. Por eso o por ser más feo, vamos.

Llegaba el jueves de marras; cada uno había vendido entradas a sus padres, sus tíos y sus primos los de Villasirga; y entre las luces, aquel escenario cuya bocana descendía del techo y tanto aplauso, se montaba un jaleo glorioso que hacía de bisagra entre decir adiós al estío y hola a diciembre. Al día siguiente se comentaba la emoción y el sábado, mientras todos estábamos en Campus mirando de reojo a dos que se liaban junto al caballo, pocos se acordaban de quién había desfilado y quién no. Y la vida (y la juventud) seguía atravesando aquel otoño con velocidad de crucero.

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Hoy esto no tendría un pase porque bajo ningún concepto se consentiría algo en lo que se clasifica a iguales por su belleza, altura, desparpajo u otra cualidad. Creo que de aquellas teníamos unos dieciséis años y ya entendíamos que en un equipo jugaban más los buenos, que en los exámenes sacabas nota si habías estudiado y que poner las tildes en su sitio y hablar con propiedad SÍ era importante y no tenía que ver con el elitismo. Ah, y que los guapos eran guapos. Sin traumas. Me doy la vuelta con ese souvenir melancólico y pensando que quizá no sea mala idea volver a leer Los Cinco. Porque lo de sintonizar Los 40, de ninguna manera.

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