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Paco Sánchez, maestro de periodistas, uno de los principales culpables de que yo también lo sea y, como consecuencia de ello, de que fuese nombrado ... director de El Norte de Castilla en marzo de 2018, defiende que «todo español tiene su Delibes». Yo encontré mi Delibes sin saber siquiera quién era Delibes, cuando todavía no había leído ni una sola novela; de muy chico, siendo un zascandil de los pies al cogote, curioso como un gato, inquieto como una libélula. O sea, como Daniel, 'el Mochuelo'. Por eso mi Delibes es El camino.
Cuando me obligaron a leerlo por primera vez, cosa que, supongo, ocurriría allá por sexto de EGB, me sentí plenamente identificado con el protagonista, sus aventuras y preocupaciones. Y muy ligado con el tipo de mundo del que debía despedirse, a su pesar, antes de dirigirse a la gran ciudad para avanzar en sus estudios. Aún más: fue el primer libro que recuerdo haberme merendado de principio a fin, casi del tirón. Con gusto, me refiero. Mi Delibes es El camino por lo que fui y, diría, también por lo que soy. Pero esa es otra historia.
Aquella experiencia, que conservo vaga en los detalles pero nítida por sus sensaciones, es la que, abrumado por sucederle lustros después en la dirección de El Norte, activa el deseo de contar aquí, este día, una breve historia o retrato personal. Aspiro apenas a convertirlo en un modesto tributo, en una especie de confesión del íntimo vínculo humano, más allá del profesional, que me une al autor, del que hoy celebramos el centenario de su nacimiento.
De niño deseaba con todas mis fuerzas que llegara el verano para estar quince o veinte días seguidos ayudando a mi abuelo en su huerta, en el pueblo. Las expresiones 'al aire libre' o 'en la calle' siempre las he interiorizado como sinónimos casi exactos de 'un buen plan'. Eso, esa atracción instintiva por los espacios abiertos y la intemperie, también creo que forma parte de lo que me une al maestro. Y seguro que la razón está, al menos parcialmente, en aquellas vacaciones repetidas durante años, hasta que comencé a trabajar, poco después de cumplir los 16 años.
El plan era sencillo, se trataba de pasar unas semanas juntos: dando de beber a los animales, regando las tomateras, pimientos, calabacines, el melonar, el maíz. O limpiando la alberca de ranas, carpas y todo tipo de bichos, que yo observaba como peligrosísimos insectos anfibios. A mediodía, en bastantes ocasiones acababa bañándome con otros niños en la pileta de Pineda, un vecino del lugar con el que mi abuelo acostumbraba a chatear en bares de cazadores, de barra de acero inoxidable, fotos de toreros, vasos cortos que igual servían vino de pitarra que un humeante café con leche y tapas de ensalada de tomate y pepino ofrecidas en pequeñas bandejitas metálicas rebosantes de aceite y vinagre.
Comíamos brevas, higos, albaricoques, almendras, moras, queso curado de oveja, gazpacho, hogazas de pan del de verdad, del que olía a pan y aguantaba tierno varios días. Me entusiasmaba ver a mi abuelo cortar rebanadas con su navaja. O cómo sostenía una sandía enorme con una mano y, de un certero tajo, sujeta entre las rodillas y sentado en un tajuelo, la rodeaba y partía en dos mitades idénticas. Luego me ofrecía el corazón de una de ellas pinchado en la punta del filo: rojo, dulce, jugoso y sin pepitas. Yo no podía tocar su navaja porque cortaba como un demonio. Ni acercarme a la perra, por las garrapatas. Mi abuelo estaba muy pendiente de todos los peligros que, en un sitio como aquel, acechaban a un niño de ciudad como yo.
Alguna noche cenábamos sardinas asadas. Algún día matábamos un pollo. Una incisión en el gaznate lo desangraba sin dolor. O guisábamos un conejo. Le asestaba un golpe seco tras las orejas, el pobre daba un respingo eléctrico, estiraba la pata y ya no se movía más. Los pollos los desplumábamos en un barreño de barro con agua caliente y a los conejos los desollaba y destripaba en un abrir y cerrar de ojos, como si no hubiese nacido para hacer otra cosa en su vida. Los gatos daban buena cuenta de todos los despojos.
Criaba vacas. Las ordeñaba. Vendía su leche a domicilio. Existe una temperatura, la de la leche recién ordeñada, que debería tener nombre propio. Muchas tardes yo pude beberla así, de la teta al cazo y del cazo al buche. Tibia. Otras tardes teníamos que recoger con una horquilla enormes boñigas que impedían el paso por los estrechos senderos que cosían aquella pequeña parcela a las afueras del pueblo, rodeada de campos de cereal y canteras de granito. Las labores del campo no siempre son gratas. El campo es bello, crudo, duro, carnoso, implacable, todo al mismo tiempo. Delibes lo explicó perfectamente en muchos de sus libros. Para un niño de ciudad, esa huerta era una especie de paraíso. Para mí lo fue. Y creo que para Daniel, 'el Mochuelo', lo hubiese sido. Me atrevo a creer que Delibes escribió de ella sin saberlo. Quizás por eso cuando he necesitado refugio, calma o inspiración, he cogido El Camino y, perdido en algún capítulo, me he acordado de mi abuelo, de mis deliciosos veranos en el pueblo, de su huerta y la incomparable felicidad de la niñez.
El camino de Delibes a mí me ha hecho muy feliz. Los recuerdos más vivos, ricos y valiosos de mi infancia, que son los que me evoca, pertenecen a aquel tiempo, a aquel lugar y a mi abuelo. Se llamaba José y le apodaban 'paja larga' porque él y sus hermanos eran mozos espigados y de pelo claro. Con la edad todos se quedaron calvos. Mi abuelo usaba una boina negra para protegerse, con la que en los momentos de más calor se sujetaba un pañuelo con el que cubrirse la nuca si tenía que faenar a pleno sol. A pesar de ello, su cuello, moreno oscuro, erguido, vigilante, estaba cuarteado por años de trabajo y los sacrificios propios de su generación. Si tuviese que recordarlo en una sola imagen, a él lo recordaría así: en medio de un bancal regando, con su boina, con su pañuelo, con su perra Cati, apoyado sobre un azadón inclinado y sujeto desde la cintura. Murió consumido por un cáncer de estómago. Nunca leyó un libro. Yo los comencé a leer por El camino, por Delibes. Y, en el fondo, también por él.
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