Un Wajda proustiano
Amores de juventud entre un hombre y varias hermanas evocados desde la madurez de sus protagonistas
De las cinematografías del Este europeo el cine polaco fue el primero en resurgir tras la Segunda Guerra Mundial. Un puñado de directores ligados a ... la escuela de Lodz comenzaron a llevarse premios en festivales desde mediados de los cincuenta: Aleksander Ford, Jerzy Kawalerowicz, Andrzej Munk y sobre todo Andrzej Wajda, que llamó pronto la atención con la narración bélica 'Kanal' y con 'Cenizas y diamantes'. Tras esta generación surgieron otros directores tan brillantes y personales como Krzysztof Zanussi, Andrew Zulavsky o, a principios de los sesenta, Jerzy Skolimowski y Roman Polansky, que pronto desarrollaron una carrera internacional.
'Las señoritas de Wilko'
Polonia, 1979. Dirección: Andrzej Wajda. Intérpretes: Daniel Olbrychski, Christine Pascal, Maja Komorowska. Cines Broadway, hoy, 20:00 horas. 6 euros.
Ese cine polaco de posguerra no se doblegó a las directrices del realismo socialista. Por el contrario, entregó obras tan diversas como 'Faraón' de Kawalerowicz o 'El manuscrito encontrado en Zaragoza', de Wojciech J. Has. La amplia filmografía de Andrzej Wajda (1926-2016) también registra esa divergencia: adaptaciones de literatos polacos como Jaroslaw Iwaszkiewicz ('Las señoritas de Wilko') y Joseph Conrad ('La línea de sombra'), obras de reconstrucción histórica de la Segunda Guerra Mundial, rarezas ligadas a la figura de Lech Walesa. En la Seminci participó en varias ocasiones y asistió a un ciclo sobre su obra en 1972. Su mayor impacto en el festival lo logró con 'La tierra de la gran promesa', Espiga de Oro en 1975, un discurso enérgico sobre la lucha de clases (cuando el franquismo todavía vigilaba) que se cerraba con un manifestante portando una bandera roja que se fundía con la pantalla y el asombrado público.
La lectura superficial del argumento de 'Las señoritas de Wilko' deja la anécdota de un hombre que combatió en la Gran Guerra contra los rusos y que, sobrecogido por la muerte de un amigo, busca refugio en la casa de unos tíos suyos y en la villa de unas vecinas, unas mujeres con las que mantiene el recuerdo de antiguos amores. El argumento podría orientarse hacia la ruptura del equilibrio familiar por la irrupción de un forastero, a la manera de 'Teorema' de Pasolini. O a la disputa sucesiva de las féminas por el hombre que entra en su juego de seducción (recuerdo para 'Belle Époque', de Fernando Trueba, bastante posterior a esta). Pero para su fortuna y originalidad la obra de Wajda busca su propia vía de desarrollo.
La película contempla tres tiempos: el de hombre en su ancianidad que mira su pasado, el de la reconstrucción de los días en que buscó la protección femenina y el más lejano e inalcanzable de los amores juveniles entre el protagonista y las muchachas. Todos los hechos están tamizados por la subjetividad de Wiktor, el protagonista, lo que da un cierto aire onírico y melancólico a su reencuentro con las muchachas que ya son señoras maduras y casadas. Esa subjetividad impide el tercer tiempo juvenil del relato, confunde los recuerdos, los bloquea. Tal vez hubo amores y besos, coqueteos, rupturas, pero los hechos se desvanecen entre las dudas y amarguras de sus protagonistas. A la manera de Proust, los recuerdos se hilan a través de detalles: el aroma de unas fresas puede desencadenar la luz de aquellas jornadas estivales de juventud. Pero los amores de antaño se muestran incapaces de recobrar su frescura y el relato retorna finalmente hacia los ojos cansados de Wiktor.
Wajda lleva a su protagonista hacia unas mansiones familiares donde espera recobrar el ánimo. Pero en donde realmente le introduce es en una atmósfera de extrema elegancia en la que sobreviven rasgos imprecisos de fulgores pasados. Las señoritas de ese Wilko fantasmal, al que se llega cruzando en barca un río, son seres paralizados en el tiempo, incapaces de labrar un afecto en el presente a la vez que corrompen los hechos del pasado. Un no-tiempo al que corresponde una puesta en escena que potencia los rasgos anacrónicos de una casa señorial llena de criados, comidas solemnes y paseos a caballo. Despojos brillantes de un pasado que se muestra huraño e inalcanzable desde esas estancias perfectas y a la vez inquietantes.
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